, 28 de abril de 2024
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Esto no escrito aquí
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Esto no escrito aquí

Actualizado 17/06/2023 09:33
Juan Ángel Torres Rechy

La brisa en el parque cuando todo el amor se ha descargado del corazón y simplemente el silencio comunica ese estado musical sin sonido del suceso de la relación entre dos personas.

Tengo un árbol en la ventana de frente. Ese árbol me hace pensar en la vida —digámoslo así— natural. La vida donde las fronteras nacionales se diluyen y no existe distinción de países ni necesidad de pasaportes y visados. Los pájaros quizá conozcan esa vida. Más los de las largas migraciones. Los peces grandes no sé si puedan recorrer extensiones grandes del océano bajo el mar. Otra política rige otros usos y costumbres menos hechos a lo que de diferencia entre el humano y la naturaleza existe. Yo creo en esa inspiración. Busco en el sueño de esa verdad la fuente donde pueda poner a secar mis prendas para empaparlas con el agua de un sol más ardiente.

En mi caso, la búsqueda de esa intuición la percibo como el resultado de una trayectoria donde me he enfrentado a retos de índole diversa. A estas alturas del partido de las letras podría generar un informe de mi rendimiento en los términos siguientes. He vivido los años suficientes —y en teoría biológica tengo delante los años suficientes— para descubrir cómo deseo volcarme de lleno en esa alucinación de la fantasía tantas veces opacada por el mundo con su carne y su demonio.

En algunas ocasiones me ha parecido leer algo así como que la prosa es la vida cotidiana y la poesía es lo otro del encanto. También se dice que para escribir poesía una, uno debe olvidarse del verso. Al parecer Jorge Luis Borges en algún lado vio que prosa y poesía resultan una sola y misma cosa, pues ambas se deshacen en la sustancia de la imaginación del mismo modo. Por sentido común, creo, la palabra poesía nos recuerda las narraciones de largo aliento de las personas invertidas en las empresas de los mares y las tierras para conquistar mares y tierras a punta de heroísmo y resignación.

Si me encontrara en la obligación de establecer una jerarquía en el conjunto de los elementos de la existencia, esa jerarquía exclusivamente respondería a un orden natural como el del respeto a los mayores y el cuidado a los menores. No existen en vano los puntos cardinales, así como tampoco las nociones de la anchura, la altura y la profundidan constituyen meras quimeras desprovistas de una utilidad práctica en el quehacer del siglo. El volumen del alma echa mano de todas estas cosas para desplazarse como una esfera inflada en la nube del camino de los pasos de la mujer y el hombre.

El régimen de la vida, entonces, lo establece un criterio arcano donde siempre y hasta nunca en todo momento ha manado el suministro del espacio y el tiempo para poder desplazarnos por él como unos pájaros veloces o unos peces saeteros. En algunas tradiciones prehispánicas, la figura del nahual constituye una realidad oculta donde se pone de manifiesto una intrincada urdimbre de elementos mágicos y naturales como trama del devenir del ser humano. La suma de esos saberes no acreditados por la ciencia apunta a una posibilidad latente de la expresión de otros contenidos no mediáticos como prácticas esenciales de la vida en comunidad. La medicina en estas poblaciones —lo digo sin más experiencia práctica que la de haber leído algunas páginas cuando despuntaba en mis primeros años de la vida adulta—, la medicina en estos casos de los saberes vernáculos suele encontrarse aparejada a la noción de un cambio espiritual encaminado a lo que en términos de economía se llama bien común, ganar ganar, economía circular.

Me encuentro en un estado de tranformación. Como las musas de los relatos lejanos, alguna divinidad se ha puesto de manifiesto en el transcurso de mis días rodados en las horas y como si fuera un oleaje incontenible y bárbaro me ha arrastrado de un modo criminal a la beatitud de la búsqueda del bien. Yo sigo siendo yo, como lo dijeron en su trance místico los santos no reconocidos por las tradiciones ateas, sigo respondiendo al mismo nombre grabado en el agua bautismal de mi frente y en el espíritu del fuego oscuro de la sombra donde la luz inasible de lo eterno rozó con su ala mi cabello. Pero en este caso al otro lado del continente de mi ontología terrenal el horizonte me descubre cosas no sabidas cuando no las sabía antes de esto. Un nuevo yo, como una aurora nueva en mi ocaso de ayer, emerge de las pupilas de mis ojos y vuelca su portento modesto en el beso de la copa de este brindis detrás de la hoja de papel electrónico.

Por eso pienso en las cosas sencillas y amables. No en los prodigios ni en los portentos. El sartén de la cocina me vale para todo. El frasco de la sal. La botella de vidrio de agua. La pobreza, con su nítida comprensión de lo que pasa aquí. La soledad de la creencia en el paso irremediable de la corriente vital hacia la nada. La brisa en el parque cuando todo el amor se ha descargado del corazón y simplemente el silencio comunica ese estado musical sin sonido del suceso de la relación entre dos personas. Las piedras en las esquinas de las plazas. Las piedras. Las piedras como en el origen del destino camino aquí cuando un verbo se comunicó con su palabra para depositar en sus entrañas la sustancia de la esencia de esto no escrito aquí.

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