Digámoslo de entrada –como, en no pocas ocasiones, lo hemos declarado en conversaciones con amigos o en intervenciones públicas–: Azorín es uno de nuestros escritores predilectos, dentro de los contemporáneos españoles.
Nuestra formación cultural, intelectual, estética, ya desde la adolescencia, parte de algunos de los grandes escritores del 98, particularmente de Antonio Machado, Azorín y Miguel de Unamuno, sin olvidar a Pío Baroja o Valle-Inclán.
Sus libros nos acompañan desde muchachos. Y podemos decir que son nuestros formadores. Hemos adquirido el sentido de la modernidad a través de ellos. Y no pocas de las visiones de la realidad, de España, del mundo, de nuestro pasado, de nuestra historia…
El arranque de nuestra contemporaneidad literaria comienza con el 98, con los escritores del 98. Esa suerte tenemos. Porque ellos plasman, literaria y reflexivamente, todo ese sustrato de creación y de reflexión que Europa genera desde el romanticismo, y lo vierten a nuestro idioma. Ellos crean, literariamente, el castellano contemporáneo.
En el que estamos, se cumplen ciento cincuenta años del nacimiento de José Martínez Ruiz, Azorín, nacido en la localidad alicantina de Monóvar en 1873. Y no es cuestión de dejar pasar la efeméride, sin celebrar a uno de nuestros escritores contemporáneos españoles predilectos.
Es uno de nuestros mejores estilistas, de los escritores que mejor utilizan la prosa. Concisión, precisión, sobriedad, arte de la sugerencia, recurrencia a las palabras campesinas y en desuso…, son algunos de los rasgos que han sido señalados en su escritura como característicos de su quehacer creativo.
Pero, sobre todo, Azorín nos descubre mundos, recovecos, ámbitos fascinantes, en nuestra historia, en nuestro pasado, en nuestra literatura, en nuestros paisajes, en nuestras ciudades y pueblos… Hay en sus libros una cartografía marcada por el amor a lo contemplado, a lo conocido, a la realidad, al mundo.
Parecería nuestro Montaigne contemporáneo. Un escritor galo, el creador de los ensayos, al que él amaba y tenía como maestro. Por eso, amamos los libros de Azorín. En ellos, meditación y poesía, conocimiento y franciscanismo, sobriedad y sugerencia, conocimiento y emoción.., se van dando continuamente la mano.
En Azorín, todo es mayor: tanto sus obras canónicas y muy conocidas, como, por ejemplo, esa trilogía narrativa de formación (La voluntad, Las confesiones de un pequeño filósofo, Antonio Azorín), o esos libros de conocimiento y vividuras sobre España (La ruta de Don Quijote, o Castilla), como cualquier otro título (y su obra es muy amplia) de todos los que tiene.
Un día, nos encontrábamos en el rastro uno de sus relatos breves: El buen Sancho, publicado en 1954. Y, en esa obra tan humilde y desconocida del último Azorín, dábamos con hermosos párrafos en los que el autor levantino vertía su valoración estoica de estar en el mundo. Y, en una sola frase, nuestro autor sintetizaba un modelo eficaz de belleza: “La sencillez es lo supremo. Lo supremo en la vida y en el arte.”
Todo en Azorín es mayor; cualquiera de sus libros, aun el más desconocido, es mayor. Si los franceses hubieran tenido un escritor contemporáneo como Azorín, sería conocido en todo el mundo. Y se leería en las escuelas e institutos, como uno de los medios más eficaces de adquirir conocimiento y sensibilidad sobre la palabra, sobre nuestro idioma.
Por ello, este año, en que se cumple ya siglo y medio del nacimiento de José Martínez Ruiz, Azorín, bueno es celebrarlo.
Y el mejor modo de hacerlo es recurrir a sus libros y leerlos. Una buena invitación –creemos– para el verano inminente.
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