Lo escribió Tolstoi y lo repiten en voz alta las muchas personas que jamás han leído “Ana Karenina”: “todas las familias felices se parecen, pero cada familia infeliz lo es a su manera”. Yo sí he leído “Ana Karenina”, amén de “Guerra y Paz”, que era el libro favorito de mi padre (que a su vez tenía a Tolstoi en los altares); así que me autorizo a citar la frase en esta tarde soleada de Bruselas en la que parece que, por fin, la primavera se ha decidido a visitarnos mientras en España caen por todas partes esos chuzos de punta que fastidian las bodas y arreglan las cosechas. E incluso me autorizo a darle una vuelta de tuerca: “todas las ciudades bonitas se parecen y las feas lo son, cada una a su manera”.
Y me explico. En las últimas semanas, por motivos profesionales, he visitado varias ciudades bonitas que nada tienen que ver entre ellas ( Londres, París, Madrid y Estocolmo) llegando a la conclusión de que, en su belleza y esplendor, deudoras todas de un pasado de arquitectos brillantes, urbanistas lúcidos y artistas que dejan huella, todas son iguales; o por lo menos empiezan a parecer todas iguales por mucho que una sea la capital de España y otra la de un país escandinavo; por mucho que en una nos paseemos por los restos de un imperio colonial y de la otra hayan salido las más gloriosas páginas de una literatura gloriosa: todas iguales. Los mismos Starbucks con sus vasos de plástico, las mismas colas para visitar un museo, los mismos autobuses rojos de dos pisos que te explican la ciudad mientras aquellos a quienes va destinada la explicación no hacen ni caso pero echan un selfie en cada esquina. Las mismas terrazas invasoras de aceras, las mismas tiendas de Inditex por todas partes que venden la misma ropa en Pekín que en Baracaldo; las mismas masas humanas que quieren decir a toda costa “yo estuve allí”. Y nada nuevo que añadir para quien las visita por primera vez o quien, como yo, tiene algunos recuerdos imborrables de algunas de ellas.
Las ciudades bonitas, que tenían sus cosas feas, a fuerza de querer parecerse ya no tienen ni esa gracia: el metro de Londres tiene anuncios en español (¿de cuándo acá los ingleses hablan otra cosa que no sea inglés?) los camareros parisinos han olvidado su proverbial antipatía y empiezan hasta a ser amables y Madrid, otrora villa y corte, es ahora la sucursal de Miami con todos los que viven allí que ahora también viven alrededor del Retiro y se lo están comprando a bocados inmobiliarios con recompensa en forma de visado. En Estocolmo, paseando con el sol de medianoche, he descubierto un par de churrerías en el casco histórico; cosa harto preocupante, no sólo porque en una de ellas, además, todos los que la atendían hablaban griego entre ellos; sino porque la internacional churrera ya no conoce fronteras y ataca sin piedad; y yo me temo que acaben con el churro como ya acabaron con la pizza o la baguette, que parecían instituciones sin fisuras…Un desastre.
¿Y qué pasa con Salamanca y Bruselas, esas dos ciudades que son las mías? Me dirán ustedes no sin razón. Pues pasa que si las meto entre las bonitas me tocará ponerlas a caldo como a las anteriores, y si las pongo entre las feas, me lloverán tortas como panes por haberme atrevido. Así que después de más de cincuenta columnas escritas, por primera vez voy a sacar un comodín y no las mezclo en este debate. Aunque ambas tienen sus cositas en eso de parecerse a todas las demás, cuando son singularísimas; pero eso mejor lo dejamos para otra columna.
Por mucho que lo intento, no acabo de entender ese empeño constante en ser todos iguales, encontrar las mismas tiendas en todas partes, comprar la misma comida, beber los mismos cafés (en vaso de plástico y a ser posible con tapadera) y declinar la hamburguesa en todas sus variedades regionales, que en principio no las tiene. Cuando nos cansemos definitivamente de esas ciudades bonitas que, cada vez más, son como siamesas separadas a golpe de tienda, iremos a visitar las ciudades feas que, como decía Tolstoi de las familias, lo son cada una a su manera y algunas con una fealdad propia que las hace originales y únicas (casi mejor que bonitas). No me tiren de la lengua, pero yo ya me estoy confeccionando una lista.
Concha Torres
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