El camino siempre está sujeto a dos variables: el tiempo y la sinceridad. La doble naturaleza del tiempo y la mutabilidad de la sinceridad conforman una red de relaciones sociales por las que transitamos como el que peregrina buscando la indulgencia plenaria. Ello no significa que vivamos sobre tiempo y sinceridad, sino a través, empapándonos de todo lo ajeno, dejándonos hacer por los demás.
La ingenuidad, que no es otra cosa que la confianza plena, está más cerca de la virtud que del defecto. Estamos acostumbrados a una insidiosa frase, relativamente vinculada con la ingenuidad, que dice algo así como: “es tan bueno que es tonto”, tan manida en la cultura pop que ha sido normalizada. En la última semana han caído en mis manos varios libros al azar que, de una manera u otra, circulan por la senda de la ingenuidad humana y su mutabilidad. Una mujer necesita que un hombre oculte un secreto grave y extraordinario para enamorarse de él. Otra mujer se obsesionará con la presencia de la cónyuge de su amante y, en el fondo, espera que tras esta investigación él la elija a ella. Un hombre espera desesperado una llamada, aunque sabe que no llegará. Otro hombre piensa que su vida está ligada a una mujer. ¿Son, acaso, tontos? Más bien confiados, suplicando a la seguridad para evitar la ausencia. Son sinceros con los demás. La esperanza es un acto de sinceridad.
El hábito nos ha hecho medir las esperas con el tiempo. Un minuto, una hora, una tarde de mayo falleciente, dos semanas sin noticias. Es más acuciante, más necesario, medirlas a través del sentimiento. Cuando espero, repito para mis adentros la frase “la paciencia todo lo alcanza” que escribiera Santa Teresa siglos antes de yo esperase. Y esta frase contiene las dos variables. El tiempo manifiesto y la sinceridad implícita. Pensé en ella cuando esperaba y miraba la escultura de Santa María de la Sede, aquella imagen que antes presidía el lugar que hoy ocupa Santa María de la Vega, patrona de Salamanca. Dulce, sonriente, llena y en consonancia con el tiempo. A sus pies brilla una cartela expositiva con un dibujo, estridente en colores, pero absolutamente necesario, con un código cromático donde se señalan las pérdidas de la capa pictórica, del soporte y los lugares donde perviven ambos a pesar del tiempo. Y de la sinceridad. Y de todo. La carne de su carrillo izquierdo y su cabello lucen prácticamente incorruptibles, ciertamente dogmáticos y ajustados a la realidad de la representada. El resto de la imagen luce la robustez de la idea. Piedra arenisca al descubierto, grácil y viva. Alcanzada por la paciencia de presidir una devoción. Alcanzada por la espera. Alcanzada por la ingenuidad y la gratitud. Una imagen de tiempo y sinceridad.
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