Cada día sale del colegio como un perro enjaulado deseando pegar unas carreras aquí y allá a ver quién se la queda, lanzar unos tiros a canasta como si estuviera en la NBA, dar cuatro patadas a un balón e intentar meterlo entre la escuadra de mochilas, subirse a cualquier bordillo guardando el equilibrio igual que un gimnasta por una barra sueca en unas olimpiadas…
Sale corriendo al llegar al parque y le va sobrando todo: la cartera, el chubasquero, la bolsa con las manualidades del día…
Allí se reúne con sus compañeros. A quién le tocaba hoy sacar, preguntan, y sin más preámbulos se les ve de acá para allá disfrutando de este rato que les sabe a gloria a mitad de camino, esta parada técnica que pone a punto su organismo de niño juguetón como si de un coche de carreras se tratara y además ayuda a quemar energías sobrantes.
Lidiando con alguna discusión por las trampas como si diera capotazos a un toro bravo, con la cara roja como el carmín de haber corrido tanto, coge sus cosas y camina hacia su portal chorreando por su espalda una catarata de sudor.
Jadeante al llegar a casa, con la boca más seca que el algodón, comenta atropelladamente los avatares del día mientras bebe un vaso de agua con tanta ansia como si hubiera estado atravesando el desierto, y deja el vaso tiznado de la mezcla de suciedad que trae entre sus palmas.
De allí se va a la habitación.
Mete la mano en el bolsillo buscando un pañuelo y sale una mezcla entre virutas deshechas de papel, una nota arrugada de material que necesita para clase, y unas briznas de arena que se han colado en los bolsillos cuando le ha tocado tirarse al suelo a hacer la parada del siglo.
Al recordarlo, sacude el polvo de sus pantalones, que esparcen una nebulosa, alrededor, de un tono crema amarillento.
Se encamina hacia el armario a coger un paquete de pañuelos pero, ante la urgencia, se pasa toda la manga de la sudadera por la nariz, dejando un rastro brillante. Al darse cuenta, toca con la otra mano por encima para intentar arreglarlo.
Como ve, perplejo, que este recurso no hace la magia deseada, se dirige hacia el cesto de la ropa sucia quitándosela por el pasillo. Hace un gesto de asco por el olor que despide.
De paso, aprovecha a volver a la habitación para ponerse las zapatillas mientras repasa todas sus hazañas de hoy, tan orgulloso como un ciclista que acaba de ganar el tour.
Mientras piensa en todos los ejercicios de mates que tiene que hacer esta tarde, comprueba, incrédulo, que se está formando una playa en su dormitorio: no hace más que salir arena de sus zapatos.
Se le ocurre que debería barrer aquel arenal, pero oye que le están avisando para comer y todavía tiene que lavarse las manos.
Como se le acumulan tantas tareas a la vez y tiene poco tiempo, decide empujar con las zapatillas la arena hasta dejarla debajo de la cama, y después va a enjabonarse bien.
Y se sienta a la mesa tan satisfecho de cómo es capaz de resolver con tanto éxito todos los problemas que se le presentan a lo largo del día.
Mercedes Sánchez
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