Su compromiso con el arte que organizó certámenes, dio premios y logró reunir en sus paredes la obra de los artistas más importantes de toda una época a los que apoyó y divulgó
Tienen las estancias solariegas del Palacio de Figueroa un silencio exquisito, quieto y preñado de ecos. Los de las dos tertulias decimonónicas que tuvieron a bien juntarse para solaz de los señores que buscaban en torno a la Plaza Mayor, tan cercana, el encuentro libre y compartido que tuvo su sede en el Café Suizo hasta que, en 1919, las gentes de bien de la ciudad letrada compraron el edificio que fuera Palacio levantado por Juan Rodríguez de Figueroa, allá por el siglo XVI, cuando el noble era un político era adelantado a su tiempo…
Muros solariegos asomados a dos calles en el corazón de la ciudad que inicia la modernidad primero con los precursores del siglo, los Moneo, Carlos Luna, los Huebra, socios del Casino que fue de los primeros edificios en iluminarse con la luz eléctrica del padre de Doña Inés Luna; la ciudad que crepita con el rumor de la tertulia política en los años treinta, ahí en el espacio reformado por los arquitectos Santiago Madrigal y Fernando Población, artífices del actual entramado de columnas, capiteles dóricos, vidrieras que dan luz y empaque, neorrealismo de trazo austero. Es la geometría que persigue con su cámara Amador Martín cuando recorre el silencio de sus estancias, pleno de luz cálida y acogedora, sonoroso del rumor de los actos culturales cuyos ecos se quedan enredados en los cortinajes, en los balcones que dan a la plaza recoleta de la Libertad, sus altos cipreses enhiestos guardando la entrada a la Salamanca que fue, aquella de los tertulianos alrededor del rector Unamuno, Cividanes, Población, Casto Prieto, Villalobos que hicieron historia viva. Ahora, sus voces rodean el busto salido de las manos del escultor Casillas que quiso añadir, tras la imagen del escritor, siempre mascarón de proa, una pajarita que seguramente adornaba la mesa de mármol sobre la que espera la taza vacía…
Ecos de polémicas y charlas entre los contertulios de diario, copa y puro, bailes en las Ferias y Fiestas de septiembre, profesores universitarios, políticos, empresarios y ganaderos, gentes de una ciudad en guerra que vio pasar lo peor de las bambalinas de la contienda deseando una paz que acallara los gritos. Son los pasillos por los que se enhebra la mirada, arcos primorosos, testigos de una historia que se escribirá después en las páginas de la hija del notario… aquella muchacha tímida que veía bailar a las parejas entre los visillos de la casa, luego escritora laureada que tan bien retrató a sus personajes danzando entre las columnas impertérritas en su quietud que retrata Amador con vocación de geómetra. Bien reía mi querido Don Alberto Estella, Presidente insigne de esta su casa cuando yo le decía que, cada vez que entraba al Casino, me sentía un personaje de Carmen Martín Gaite, dispuesta a esperar que me sacará a bailar un señorito ganadero, o mejor, un aviador de Matacán para apuntalar el porvenir de matrimonio como Dios manda…
Recuerda el alma dormida y siempre viva del Casino las páginas que retrataron su tiempo de posguerra, su compromiso con el arte que organizó certámenes, dio premios y logró reunir en sus paredes la obra de los artistas más importantes de toda una época a los que apoyó y divulgó. De ahí que nos salgan al paso de su paso cuadros magníficos y una pieza de Venancio Blanco que sigue cabalgando el tiempo que vive en la actualidad el Palacio de Figueroa siempre espacio de cultura con sus conferencias, sus sesiones de cine en el salón de actos cómodo e íntimo, sus conciertos, sus encuentros… su aristocrática puesta de largo para las celebraciones. El Casino de Salamanca es espacio privilegiado en el corazón de la ciudad, un silencio en la vorágine de la Plaza y sus concurridos aledaños. La fachada plateresca tan cerca de la puerta del consistorio nos devuelve el rostro de Dios Padre, el de Eva y Adán, prodigio de canteros salmantinos, el de los balcones simétricos y ordenados. Solo un farol de filigrana de forja nos recuerda al cercano Churriguera, porque nada es aquí barroco sino fino, sereno, confortable, casa de todos hospitalaria y exquisita, tanto como esa sala de exposiciones de techo artesonado donde se exponen, en sorprendente tamaño, las visiones de Amador Martín de esta ciudad que ama. Porque el arte, la pintura, los ecos de los libros y del teatro, cubren las paredes de esta casa donde los socios caminan sin ruido sobre la historia de un lugar de encuentro sosegado.
Y es Amador quien recorre ahora las estancias que los visitantes no conocemos: la hermosa biblioteca, la galería donde sentarse a leer en las profundidades de una cómoda butaca, la sala de billar donde el marfil se entrechoca con el verde del tapete. Son los lugares privados de una casa que quizás respire el aire de otro tiempo, un tiempo de calma, de quietud, de encuentro. Un tiempo de fraternidad tertuliana, de amistad, de conocimiento. Y es el objetivo de Amador el que no puede desprenderse de la magia de esta atmósfera quieta, desanudarse de los arcos, las columnas, el exquisito vacío armonioso y pleno de silencio cuando nadie atraviesa el mármol del patio bajo la cristalera… y solo una muchacha vestida para el baile, sale por la puerta que da a la plaza recoleta, recogiéndose la falda larga, tambaleándose sobre los tacones, enfilando la calle Concejo estrecha como un pasillo, con prisa para llegar a la Plaza de los Bandos donde se abre la cancela de la casa del notario que era amigo de Unamno. Y es el eco de su paso joven el que resuena sobre el rumor lejano de la tertulia del rector, mientras sus manos nerviosas doblan una hoja de papel que volará, pajarita del aire, sobre la ciudad que se deja leer entre las paredes del Palacio de Figueroa.