Era el pastor rápido con la honda y la pedrada y los perros “carea”, más pequeños y veloces que el mastín, su mejor aliado para cazar las liebres y conejos que abundaban por campos y dehesas. Los ojos de aquellos hombres, entrenados a la distancia y el detalle, avistaban sin esfuerzo y entre la hierba tierna que cubría las Cañadas Reales, los huevos de perdiz o codorniz que redondearían esa noche sus sopas de pan.
Y en las pozas de los arroyos o en las lagunas pacenses las truchas o los barbos estaban allí para ser cogidos con la mano desnuda, un manjar delicioso cuando se ensartaban en varas de fresno y se asaban después sobre las brasas de una buena hoguera.
Foto: Santiago Bayon Vera
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