Sin sorpresa, porque la Universidad de Salamanca atesora larga historia de clasismo, personalismo y más que un punto de soberbia despectiva, uno ve las declaraciones y documentos que muestran el frontal rechazo de los representantes del Studii Salmanticensis a las propuestas gubernamentales de reorganización, racionalización y necesaria reforma de las estructuras internas, externas y de funcionamiento de los departamentos y ámbitos de conocimiento de las universidades españolas. Y tampoco sorprende que estén teñidas todas esas protestas de ese inherente numantinismo de la Universidad de Salamanca siempre teñido, o más bien disfrazado, de honor herido.
Las declaraciones de muchos responsables universitarios salmantinos (desde el más magnífico a toda una cohorte de jefes, jefecillos, secretarios, adjuntos y adheridos), rasgan sus túnicas, agitan sus birretes y golpean sus atriles, poniendo sus gritos en el estrellado cielo del Patio de Escuelas, y abogan por un ‘mantenella y no enmendalla’ que no solo en su lenguaje redefine, en pleno siglo XXI, lo que significan intramuros de la universidad española las expresiones ‘conservador’, ‘reaccionario’, ‘retrógrado’ o ‘carca’.
Una lectura atenta de los borradores y anteproyectos publicados por el gobierno, de reforma de la organización interna de la universidad española, da noticia de una, aunque no demasiado, intención de profunda renovación de la en mucho arcaica organización actual del interior de los departamentos, áreas de conocimiento, reparto docente, gestión de los doctorados, viajes, intercambios, gestión de prácticas y laboratorios o sustituciones. Y a estos fines, los anteproyectos gubernamentales proponen agrupamientos departamentales con un aumento del número de profesores necesario para su existencia y funcionamiento racional, además de su coincidencia con otras universidades europeas, eliminando el excesivo número de departamentos existente en la actualidad, algunos con un número de miembros tan exiguo que tienden a convertirse, de facto, en pequeños reinos de taifas con una autonomía rayana en la impunidad y la total independencia del órgano rector de la institución.
Las principales quejas contra los proyectos de reforma se tiñen, como es costumbre en el reaccionarismo, de consignas como ‘ataque a la autonomía universitaria’ o ‘desprecio de la capacidad de autoorganización’, sin olvidar ese tradicional remoquete de cualquier oposición frontal conservadora a cualquier reforma, que desliza conceptos como ‘asunto no prioritario’ o ‘aumento de financiación’, después de enarbolar, alto, claro y gratis, la enseña de la ‘Libertad’.
La muy conocida actitud refractaria de la Universidad de Salamanca hacia la ciudad que la alberga, especialmente hacia sus ciudadanos no universitarios, es paradigmática. La separación radical entre la institución académica y la ciudad en cuanto a cotidianidad cultural, dinámicas sociales de reforma o crecimiento y sociabilidad general, con un lamentable gregarismo excluyente de gran parte de su personal académico y administrativo, también lo es, y quede aquí el espacio para las excepciones que sean precisas. Este corte radical entre la ciudad y la institución que usa su nombre, es una realidad que, a pesar de haber sido criticada y denunciada por entidades, instituciones y círculos culturales extraacadémicos, no ha sido corregida en absoluto, salvo en algunos acuerdos de colaboración puntual, siempre con un inevitable tufo de concesiva y jactanciosa magnificencia y suficiencia. La primera empresa pública de la ciudad, con su actitud centrípeta en cuanto a sus actividades (todas sus actividades), hacen que el nombre de Salamanca, usado por las autoridades, membretes, tarjetones y murales universitarios, no sea sino un referente geográfico y en absoluto tenga el valor de gentilicio que los salmantinos merecen.
El frontal rechazo a las reformas propuestas por el Ministerio de Universidades, tiene tanto de político como de pedigüeño, y no es ajeno tampoco a esa molicie burocrática funcionarial que aboga por no mover nada, no alterar un hábito, no cambiar una mesa o ni iluminar un rincón que, en tantas y tan conocidas ocasiones, ha frustrado, abaratado o impedido muchas de las reformas administrativas, organizativas o funcionales que hacen que, en general, la administración pública española, aun llena de luminosas pantallas y arcos magnéticos, siga pareciéndose hoy, demasiado, a la que ya Larra brillantemente repudiaba.
Los reyezuelos, la nobleza clasista, el desprecio academicista, el clasismo empresarial, el docto endiosamiento o la soberbia altanera y la jactancia desdeñosa, son “valores” afortunadamente superados en las sociedades igualitarias, justas, ecuánimes y decentes. La defensa de los derechos de una institución puede ser tan legítima como oportuna, pero nunca tendría que fundamentarse en el inmovilismo, el oscurantismo y el intento de evadir los necesarios controles e inspecciones. Eso evitaría la endogamia, el personalismo y la pátina gregaria que propician las espesas cortinas de una mal llamada autonomía universitaria.
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