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T. Wu
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T. Wu

Actualizado 08/04/2023 09:53
Juan Ángel Torres Rechy

El conjunto de las impresiones visuales y sonoras se arremolinaba en un torbellino imposible de sortear. Conservando la postura en pie al cabo de esa fuerte impresión resolví ponerlo por escrito un día. Ese día claro está ha llegado hoy. En los Museos Vaticanos algo similar me sucedió frente a un Van Gogh de La piedad.

Sí creo en la vida recogida, retirada. Encuentro una manera de entender la imagen del barco remando mar adentro de Jesús. Ahí en ese espacio donde pocas personas llegan ocurren las cosas de verdad. La imagen de la persona en su aspecto físico se aleja a ese mundo de la masa en la materia y uno en el reino del espíritu comprende algo nuevo. Resulta tan hondo ese universo, ese océano, esa nada donde uno se sumerge… Las palabras no pueden comprender en su volumen infinito esa eternidad.

El mundo comienza a hablar de uno. Se trenza una realidad bajo el sustento de los pies al modo de un camino por donde nuestro nombre se desplaza a sus anchas. La persona se convierte en una espectadora más de su propia fama. Todo cobra una independencia separada del ser. Y el ser en ese todo independiente se descubre a sí mismo desde fuera. Caminamos por una realidad anterior o probablemente paralela. En silencio.

Ahí conocí a T. Wu un par de días atrás, al filo de los días cuando Jesús baja a los Infiernos y sube a los Cielos y nosotros vivimos nuevamente por Él. T. estaba sentada en el café Bola de Oro junto a la mesa donde suelo sentarme yo. Robin, otro amigo de ahí, me invitó a conversar sobre sus temas de interés, la ciencia política y la filosofía contemporánea con énfasis en Francia. Él también lee a los antiguos. Tomamos un café y se despidió. Yo entonces volví a mi mesa y ahí al lado seguía T. Wu.

Yo desconocía el nombre de la joven, por supuesto. Nunca la había visto. Ella anotaba algo en su cuaderno y yo leía a Lawrence Durrell. Tal vez giré en un par de ocasiones para verla a ella. No sé si ella asimismo habrá girado para verme a mí. Cuando yo iba a pagar mi cuenta T. hacía lo correspondiente y entonces fue cuando la saludé. Visitamos la catedral y comimos en el mercado. Ahí en el café todavía gastamos cosa de media hora o así. Conversábamos en chino, en inglés y en español. Ella se sorprendió de que yo conociera la palabra gordo. También entornó sus ojos orientales cuando le hablé del día de los solteros en China. No sabía que era el 11 de noviembre, pues esa fecha se escribe 1111 y el pensamiento chino en esa imagen gráfica encuentra el símbolo de personas como yo y como ella sin un lazo marital. Al principio yo la vi como coreana. Ella dijo no, no, no soy coreana. Lo dijo en español.

Su apellido, de una tradición noble en su país, me recordó El palacio de la luna. Una joven de apellido Wu tiene mucho que ver con el protagonista cuyo nombre no recuerdo. Le hablé a T. de los autobuses Greyhound cuando me comentó que venía de California. Yo había leído sobre esos autobuses en una obra clásica de las personas interesadas en cosas de plantas medicinales y magia. Ella respondió sí, sí, claro, Greyhound. En ese momento de la conversación yo pedí un café más. Entonces ya estábamos sentados lado a lado. Junto en otra mesa alcancé a mirar el gesto de sorpresa o de terror de una cara conocida cuando escuchaba nuestra conversación trilingüe.

Ese instante y el paseo por la ciudad me recordó el tiempo en Salamanca, cuando cosas como estas ocurrían siempre. Con amigas como Dany Moreno y Viviana Vicente los asuntos de las conversaciones en temáticas internacionales no dejan de saltar a la superficie en las palabras de las pláticas. Todas y todos en este punto más o menos hemos coincidido en la fascinación ofrecida por el descubrimiento de realidades nuevas. Eso me vino a la mente en Suzhou cuando caminaba una mañana o una tarde por Shizi Jie. Tenía frente a los ojos de mi memoria a Marco Polo mirando cómo era el Oriente. El conjunto de las impresiones visuales y sonoras se arremolinaba en un torbellino imposible de sortear. Conservando la postura en pie al cabo de esa fuerte impresión resolví ponerlo por escrito un día. Ese día claro está ha llegado hoy. En los Museos Vaticanos algo similar me sucedió frente a un Van Gogh de La piedad.

Después del café Bola de Oro todavía tomamos un café más en Flavia, a un costado de los Berros. La consumición la acompañamos con un paseo desenfadado por ahí. Yo le mencioné esta columna. Le dije cómo la gente la conocería a ella. Y no sé si me creyó. En chino o en inglés me respondió algo como vale tío. Le recomendé a Paul Auster. Le hablé de Franco Maria Ricci. Le cité la palabra italiana sprezzatura. Hablamos también sobre cosas espirituales. La tarde se daba muy bien para caminar por los Lagos. La ciudad le descubrió su encanto de flores y piedras en una atmósfera de café y de Semana Santa a la joven viajera.

Su español resulta suficiente para leer a un Sergio Pitol o un Emilio Carballido. A ella le gusta el triatlón y la música. Algunos añitos de su infancia los pasó sentada al piano. Como recomendaciones musicales le compartí una captura de pantalla de Chavela Vargas y Carlos Gardel. En la catedral como souvenir le regalé una estampita de San Rafael Guízar y Valencia con cinco pesos prestados por ella pues yo no tenía cambio. Five coins le pedí, ella contestó ah cinco pesos. Como la señora de las ventas de la catedral parecía de mal humor no le pedí rociar la imagen con agua bendita. Solo le di las gracias y miré por última vez su expresión como enjuta.

A estas horas del fin de semana T. Wu seguro debe estar leyendo nuestra columna. Sin querer queriendo se ha llevado de Xalapa un humilde recuerdo. Y tal vez por la noche de hoy sábado todavía con nuestro Jesús en sus días difíciles pruebe una cervecita en lata debido a un comentario casual no sé si en el café Bola de Oro o en Flavia. Yo un día bebí una en lata habiéndola supuestamente pedido en vidrio y desde entonces me gustó, con limón (tan caro estos días) y sal. Ella no tiene Instagram. No la pueden seguir en las redes sociales. Yo al principio por prudencia le pedí su correo electrónico, no su teléfono. Al final ella me terminó pagando una consumición más a mí. A esas alturas de la tarde ya cayendo la noche me sentí como un Sal Paradise mirando cómo Dean Moriarty subía a un tren en marcha y se perdía de vista detrás de las montañas. A estas alturas de la columna, me gustaría referirme al tópico literario del sueño cuando el protagonista finalmente despierta a la vigilia. Pero aquí no fue así. La huella del suceso sí encuentra su criterio en la lucidez de los párpados no cerrados. En el último lugar donde estuvimos unos vecinos pasaron por ahí y los vi llevar sus miradas a las nuestras con un encanto no usado entre nosotros hasta entonces.

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