"Morir por una religión es más simple que vivirla con plenitud". BORGES, 'Deutsches Requiem' en El Aleph.
Hundidos en el estupor de unos días en los que suspendemos toda capacidad crítica para aceptar bovinamente la imposición de los ritos de la religión cristiana, que campan por sus respetos por calles y plazas, e imponen sonidos y silencios a su capricho y sin cortapisa para mostrarnos sus ídolos, sus lealtades, sus mártires y sus servidumbres, que pretenden nuestras, los temas más directamente relacionados con, precisamente, los entresijos de esa misma religión, cuales son todas las sospechas, acusaciones y pruebas de pederastia, abuso y violaciones cometidos por empleados de la Iglesia Católica, quedan como obviados, borrosos y más ocultos que de costumbre en este país.
Las continuadas denuncias en todo el mundo de una red de pederastia, abuso y sometimiento de menores por parte de miembros de la Iglesia Católica, secta que estos días se alza como estandarte procesional de una fe manufacturada y convertida en objeto de consumo turístico, fotográfico y de plusvalías varias, han vuelto a descubrir otro episodio, una historia más de indignidad por parte de curas católicos que, ésta por sus especiales características, viene a provocar un (otro) vómito de asco y rechazo.
José Luis Martín Vigil, un sacerdote jesuita que se hizo popular en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo con la publicación exitosa de algunas novelas centradas principalmente en la vida y experiencias de adolescentes (Sexta galería, La vida sale al encuentro, La sociedad contra Miguel Jalón, Sentencia para un menor, etc.), aprovechó esa popularidad y la influencia de sus libros en jóvenes, para atraerlos hacia sí y someterlos tanto a abusos y violaciones como a dependencias sicológicas y planes de servidumbre y dependencia que no buscaban sino su propia satisfacción sexual. Trasladado varias veces de destino y finalmente expulsado de su orden, aunque jamás denunciado por sus superiores, nunca se le impidió seguir ejerciendo el sacerdocio que, además de sus doctrinales libros -quien esto firma leyó, en su época, varios de ellos-, le procuraba una cierta “superioridad moral” sobre sus víctimas, principalmente jóvenes desarraigados, de familias desestructuradas o con problemas de asentamiento de personalidad o inmadurez, víctimas propiciatorias de un depredador sexual como él.
La aparición de nuevas pruebas contra Martín Vigil, que se nutren de testimonios directos, declaraciones judiciales, contraste de pruebas y espeluznantes narraciones de sus víctimas directas, nos golpea precisamente en esta semana que quieren santa sus corifeos, no hacen sino mostrar de nuevo, cada vez más claramente, la punta de un iceberg de ruindad y abyección delictiva que además, en el caso español, encuentra cada día nuevos obstáculos para ser investigada, clarificada y sometida a la justicia, bien sea por la intolerable negativa de colaboración de directorios, órdenes y autoridades religiosas y episcopales, cuanto por la lentitud, demora y evidente desinterés, o pura negligencia, mostrados por la institución del Defensor del Pueblo, encargada oficialmente de su investigación y evidentemente incapaz, por dejadez, desidia, presiones o pura intención, de avanzar siquiera un paso en la clarificación de tan importante como escalofriante asunto.
En ocasiones, el relato de casos particulares de curas, sacerdotes y religiosos pederastas, el detalle de sus comportamientos o la narración puntillosa de sus delitos, puede hacer olvidar una realidad que, con nombres y apellidos, que los tiene, va más allá de ellos, y no puede ocultar una realidad generalizada durante décadas, es decir, que los árboles de los casos particulares parecen buscar, tal vez no casualmente, no ver el gran bosque de una podredumbre que merece ser traída a la luz. Citar, pues, el caso de Martín Vigil, o los numerosos casos particulares de “educadores”, párrocos, profesores o confesores, no significa particularizar en modo alguno la terrible realidad que se ha vivido, y sin duda aún, intramuros y en todo lo relacionado, educativa y doctrinalmente, con una institución cuyas autoridades, con su frontal negativa a facilitar datos e informaciones, no hace sino extender la más certeza que sospecha, de generalización de los hechos, cuyas excepciones, también con nombre y apellidos y por su propia dignidad, deberían denunciar.
Importa a estas líneas dejar claro el absoluto respeto a los creyentes católicos y cristianos. Y a cualesquiera otros cuyas lealtades y fe sean experiencias particulares. Tal vez la fe de los creyentes cristianos no se corresponda en absoluto con la ignominia y la bajeza de algunos (¿muchos?) de sus celebrantes. Pero no deja de ser llamativo que, precisamente en unos días en que esos mismos creyentes parecen conmemorar hechos para ellos significativos, la Semana Santa, se desvelen como de tapadillo asuntos como el de ese escritor pederasta, y que no aprovechen los auténticos creyentes el gran escaparate que se ofrece estos días a la religión cristiana, su escolta política, sus espacios en prensa, radio y televisión y la permisividad sin límite para pronunciarse para, desde dentro, realizar la necesaria labor de denuncia, limpieza, acusación, rectificación, luz y taquígrafos en pro tanto de la justicia elemental, que todos merecemos, como del prestigio de sus creencias, que tal vez a ellos importe.
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