La Semana Santa es un tiempo fuerte que todo el mundo tiene en cuenta y lo utiliza lo mejor que puede y sabe. La Semana Santa se vive hoy de forma bien diferente de como la vivíamos en nuestros tiempos de infancia y juventud. Para nosotros era un tiempo profundamente religioso y no se nos ocurría una forma diferente de vivirla.
Entonces no había fiesta que no fuera la religiosa. Y a nadie, o a muy pocos, se les ocurría emplear este tiempo libre o de vacación para irse a la playa, a la montaña, a las casas rurales o a otros lugares turísticos, en el interior del país, o incluso en el extranjero.
Antaño la cuaresma era un tiempo de silencio y recogimiento. Incluso no se podía bailar ni cantar. Las religiosas y religiosos de clausura no podían ni siquiera recibir visitas. Y muchos hacían penitencias especiales como prolongar y profundizar el ayuno o prescindir de gustos personales como el consumo de tabaco, que abandonaban en cuaresma y volvían a retomar en pascua.
Para los cristianos, la Semana Santa, llamada también Semana Mayor, era y sigue siendo un tiempo fuerte de oración, de meditación, de ayuno y penitencia, y de servicio y amor a los hermanos pobres y necesitados. Y en este sentido, también un tiempo de acompañamiento a los enfermos. Incluso en el tiempo seguido de Pascua, la comunidad o la parroquia se acercaba en procesión portando el Santísimo Sacramento de la Eucaristía y el sacramento de la Unción de enfermos a las casas de los que no podían salir por su enfermedad, para hacerlos partícipes de las gracias procedentes del amor y de la entrega de Cristo, que recordamos y celebramos en el tiempo de la Semana Santa.
Hoy hay un renacer de las tradiciones propias de las Cofradías de Semana Santa, que se centran principalmente en la participación en las, a veces, muy hermosas procesiones, cargadas de arte y devoción.
Pero esas procesiones muchas veces distraen a la gente de los actos litúrgicos, que son los verdaderamente importantes. Estos comprenden tiempos de oración litúrgica, como es el rezo de las horas: laudes, horas menores y vísperas. Antiguamente había un largo tiempo en que se celebraba lo que entonces se llamaba el oficio de tinieblas, y en él se recordaban, y hasta se cantaban solemnemente las lamentaciones del profeta Jeremías, y otros salmos, antífonas y responsorios. Se disponía de un artificio portador de velas que se iban apagando conforme se cantaban los salmos, y la oración terminaba en completa oscuridad, haciendo sonar fuertemente las carracas u otros instrumentos propios de este tiempo, para recordar las tinieblas y el terremoto que acompañó a Cristo a la hora de su muerte en cruz.
Pero, lógicamente, los momentos más fuertes de la Semana Santa, y de la Pascua que viene a continuación, son las celebraciones litúrgicas de la Santa Eucaristía, que recuerda el momento de la entrega de Cristo como comida y bebida, que hacen presente su cuerpo “entregado por nosotros” y su sangre “derramada por nosotros”, para el perdón de nuestros pecados.
Se destacan así el Domingo de Ramos, el Jueves Santo y el triduo pascual: Viernes Santo, Sábado Santo de espera en silencio, mientras Cristo desciende a los infiernos para recuperar a Adán y Eva y a todos los redimidos hasta entonces. Y concluye con el gran triunfo de la Resurrección celebrado en la solemne Vigilia Nocturna y en el día distinguido de la Pascua.
Cada vez somos menos y mayores en edad los cristianos que conocemos los misterios cristianos enseñados en unas serias catequesis. Y por eso, la Semana Santa va quedando reducida a un pequeño número de iniciados, que incluso toman algunos días de retiro o de ejercicios espirituales para prepararse a una consciente y devota celebración de los misterios pascuales.
Esperamos que, de algún modo, la riqueza de la celebración de la Semana Santa llegue a todos aquéllos con los que convivimos, aunque ellos hayan tomado esta Semana Mayor simplemente como un tiempo de descanso y vacaciones.
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