Todos estos días de primavera es muy hermosa la floración de los árboles. Es como un regalo que, periódicamente, nos trajera la primavera, como símbolo de la renovación del tiempo, como muestra de que la belleza natural es una fuente inagotable se satisfacciones, para que vivamos siempre, pese a todas las turbulencias del mundo, en una serenidad que nos cura, nos reconforta y nos protege.
Qué hermoso es, todos estos días y a lo largo de los que vienen, contemplar la floración de almendros, ciruelos, cerezos, manzanos y perales, melocotoneros…, toda la variada floración de los árboles de nuestras tierras, con sus mensajes silenciosos de que sigue siendo posible que el mundo, la tierra, sea nuestra casa, la casa de todos, si sabemos cuidarla y protegerla, si nos da la gana –que podemos, si nos lo tomáramos en serio– tener una actitud respetuosa con ella.
Estos días también, los laureles echan sus granas para su nueva floración y, con ellas, van a ir surgiendo sus hojas nuevas, tan aromáticas y embriagantes. Y estos laureles nos llevan a la memoria de aquellos otros a los que, de niños, se les cortaban unas ramas para llevarlas a bendecir el Domingo de Ramos.
Toda una cultura campesina de los árboles, de las ramas y de los ramos… está ahí, en buena parte ya perdida, porque, con una inconsciencia que raya en actitudes soberbias y descuidadas, los seres humanos hemos ido dejando agonizar y perder tales culturas campesinas, ultrajadas y vendidas por esas treinta monedas simbólicas, para adquirir e instalarnos en una cultura urbana acomodaticia, en la que lo único que se busca es el bienestar material, logrado a costa de muchos malestares, de los malestares de tantos millones de seres humanos, que no tienen ni para sobrevivir.
Miguel Delibes –en el sentido de lo que acabamos de indicar– hablaba en una de sus obras de un mundo que agoniza, que nos estamos dejando perder, si es que no está ya perdido del todo.
Estos días, que, en tierras levantinas, asistimos a un pavoroso incendio, en pleno marzo, de amplias masas boscosas y vegetales, sería bueno reflexionar y sentir que hemos e comenzar a adoptar actitudes más respetuosas ante los recursos naturales de que disponemos para existir: el mundo vegetal, que limpia y purifica el aire que respiramos; el agua, tan necesaria para la vida; el consumo moderado y responsable…, y otras mil cosas que se nos repiten de continuo, pero que escuchamos como quien oye llover, como si tales cosas no fueran con nosotros.
El peligro de la extinción de los bosques, por los incendios, por las olas de calor, por las sequías… Recordamos, en tal sentido, el hermoso relato del entrañable escritor francés Jean Giono (1895-1970), fiel siempre a su mundo campesino de Provenza, El hombre que plantaba árboles (1953), donde narra una actitud humana, responsable y ejemplar hacia la naturaleza.
Lirismo, humanismo, pacifismo, visión de la naturaleza como un cosmos marcado por la sacralidad y digno, por ello, de respeto, pues es nuestra casa…, son algunos de los rasgos de la obra y de la escritura de Jean Giono.
Qué extraordinaria actitud; una verdadera guía para el existir de todos nosotros, estos días, en que las melodías de los árboles nos invitan a estar de otro modo en el mundo; un modo de estar, sí, marcado por la sobriedad, el humanismo, la responsabilidad ante el entorno y el mundo en que vivimos…; un modo de estar que, de seguirlo, saldríamos todos mucho mejores.
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