Le pesaba la vida a Servando. Y mucho, le pesaba mucho. A él le parecía, sin duda, que llevaba constantemente un fardo voluminoso e hiriente sobre los hombros. Tal era su resignada pesadumbre diaria. Tanto que, por la mañana, le costaba un mundo tirar la manta para atrás y poner pie a tierra. Rozaba los setenta Servando y la luz que iluminaba su vida había sido desgajada de golpe de su alma y de su corazón. Luismi, su nieto de doce años, hacía dos meses que dejaba este mundo, apenas estrenado, de una leucemia, cáncer en la sangre, dicen los médicos, pero ¿cómo es posible en una vida tan sin estrenar…?. Pues lo fue, y Luismi dejó a sus padres con la vida deshecha y a su abuelo, con quien tanta felicidad disfrutaba a diario, con una sensación de tristeza infinita no sólo en el semblante, sino en todo el cuerpo, de arriba abajo. Servando estaba hundido y, viendo a los niños por la calle se echaba a llorar recordando al nietecito.
Cogió manías raras que sólo Fermina, su mujer, entendía, porque conocía a su marido como si lo hubiera parido. Todos los días Servando se bajaba al parque, a ver jugar a los niños y niñas. Se sentaba en un banco y los miraba, los miraba, los miraba, sólo eso. Y le inundaba un océano de pacífica nostalgia. Se sentía bien, era la hora de la tarde en la que le parecía que todos los huesos de su cuerpo estaban en su sitio y que los músculos funcionaban a la perfección. La tensión: perfecta. La cabeza sin los dolores habituales. Mirar jugar a aquellos niños le proporcionaba una fresca magia que le devolvía a su nieto, que continuaban las risas, los juegos, las confidencias y los abrazos.
David, un niño rubito, pasó a su lado cuando venía tropezando relanzado del tobogán. Servando le miró con ternura, se echó mano al bolsillo y sacó unas bolitas de anís.
¿Quieres una?, le dijo
El niño asintió confiado y le tendió la mano.
¡David!,. ¡David!, ¡David!, gritó asustada la madre. ¡Ven aquí ahora mismo, pero ya!
Y mirando con un rictus de despreció a Servando le espetó:
¡Pederasta, pederasta, sinvergüenza, sinvergüenza, pederasta!
Mientras se arremolinaban las demás madres del entorno, la mujer sacó el móvil del bolso y marcó nerviosa el 112. A los diez minutos se presentó un coche de la Policía Municipal, sirena apabullantemente sonora en ristre.
Eran las tres y media de la mañana (en realidad las dos y media del día antes, entrada recién la primavera y esa noche cambiaban la hora) y a Servando, arrebujado en una manta en aquella fría piedra que pretendía servir de cama, no se iba de la cabeza la sonrisa de su nieto. Ustedes ya se imaginan como es de minimalista e inhóspita la celda de un calabozo, por eso no les aburro contándoselo.
Un mes estuvo Servando encerrado, con si nieto Luismi sin írsele de la cabeza.
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