A un lado del terraplén, el ciruelo silvestre se cubre de flores. Apenas acaba la nevada tardía, juego y blancura, cuando la vista se posa en la cuneta, en el espacio robado al asfalto en esas afueras inacabables… y las flores blancas, humildes frente al almendro recién florecido, al futuro cerezo, nos anuncian, tempranas, siempre puntuales, los inicios de la primavera.
Cuando yo estudiaba la carrera, allá por las calles del casco histórico, sin terrazas que esquivar, sin más que un par de tiendas para solaz de los turistas, la primavera aparecía, modesta y amarilla, en los ramos de narcisos. Un localito pequeño, donde ahora venden, hartazgo de la vida moderna, fundas plásticas de teléfonos móviles, carcasas de lo que nos sobra, estaba ocupado por la frutería diminuta, el ultramarinos en el que se amontonaba lo más necesario. Allí, el hombre del puesto ponía en la puerta un cubo con apretados ramos de narcisos, y era su carita amarilla, su hermosa alegría, lo que en medio de la ciudad pétrea de amenazadores volúmenes monumentales, dejaba pasar el aire nuevo de la primavera.
Narcisos que ahora dejan caer su cabeza agostada en el adorno del supermercado. El lugar donde ya no hay cajeros, y menos tenderos de mandil o bata. La máquina ha engullido la humano mientras hacemos la compra con premura, casi avergonzados de dedicar nuestro valioso tiempo a llenar algo tan prosaico como la nevera. El paseo demorado por el puesto del mercado, el gozo de la pieza buena de carne, el pescado luminoso de sal y hielo, la fruta en pirámides de colores… el gusto por olores y sabores se vuelve plástico y rapidez en la caja mecánica. Y recuerdo al hombre del ultramarinos, los pequeños negocios en la ura del artesano, ahí en el recodo de los locales más humildes: el zapatero remendón sentado en su sillita, el cerrajero que todo lo abre y todo lo cierra, el olor, siempre misterioso de las tintorerías. Hasta el peluquero de hombres tenía su madriguera pequeña y casi insalubre en los huecos de mi memoria de niña, y eso que no vi los negocios precarios casi en los bajos de las escaleras, escondidos entre las columnas del porvenir. Kioskos y puestos de periódico estrechos como tuberías, vendedoras ambulantes en el suelo donde extender la mercancía. Pequeños negocios de gentes dobladas sobre su tarea, qué poco espacio ocupaban, qué humilde su tarea.
Mimosas en las ramas y narcisos en el cubo de mis idas y venidas por la calle que ahora, solo con el mal tiempo recobra su esencia provinciana, su vacío de pasos apresurados de habitantes y estudiantes. A la puerta del supermercado, donde todo sobra y nada me falta, los narcisos, flácidos, pálidos, ya vencidos, no anuncian la primavera ni el marzo de mis amores. Y tengo que arrancar la hoja del calendario para solazarme con viento que la arrastra.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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