Convertíos y creer en el Evangelio
Mc 1,15
Cuarenta días: reconoces el número simbólico. Recuerdas que durante este número de días las aguas del diluvio no cesaron de caer, que el profeta, se santificó por el ayuno, que Moisés mereció recibir la ley, que los padres en el desierto vivieron del pan de los ángeles…
SAN AMBROSIO
La Cuaresma para un cristiano es un preámbulo que le introduce en el Misterio Pascual de Cristo, celebración más importante del calendario litúrgico y de la vida cristiana. Un tiempo para la conversión, para volvernos hacia Dios y descubrirle como el horizonte de amor, de luz y de sentido de vida. Con la ceniza se abre la Cuaresma, que puesta a la vista de todos quiere recordar el sentido penitencial que tiene este tiempo de conversión hacia la Pascua. Es un tiempo de éxodo a través del desierto, de silencio interior, de reflexión, de miradas intensas a nuestra existencia, con una parada en la cruz antes de la luz, para descubrir la desnudez total y la salvación del ser humano.
En estas fechas siempre me vienen a la cabeza y al corazón aquellas palabras de Charles Péguy, Dios no nos ha dado palabras muertas que debamos encerrar en cajas grandes y pequeñas y conservar en aceite rancio como las momias de Egipto. Dios no nos ha dado palabras en conserva para que las custodiemos, sino palabras vivas para alimentarnos y alimentar a otros. Para el creyente del siglo XXI, es un tiempo privilegiado para buscar las huellas de Jesús en las arenas del corazón y dejar que ellas nos adentren en la espesura. Un tiempo para llenarse de espiritualidad y encarnarse de humanidad.
Ante la presencia del misterio, el creyente se siente abrumado, con temor y temblor solo puede afirmar al igual que Abraham: "No soy más que polvo y cenizas". En el abismo del misterio solo queda el silencio y la contemplación, allí donde respira el espíritu, se acaba percibiendo el soplo ligero de la presencia de Dios. Nos basta la palabra divina que crea y despliega el misterio del ser: “La Palabra susurró mis palabras” (C. Rebora). Es cierto, no es fácil seguir los ritmos de Dios, siendo conscientes que muchas veces sus caminos no son nuestros caminos y chocan con nuestros programas.
Cubrir la cabeza con cenizas, no es símbolo solo de muerte y fragilidad, del abismo del polvo y de la nada, sino inicio de una nueva vida. La virtud del creyente que se despliega por los caminos más profundos de la existencia es la esperanza. Nos recordaba Ernst Bloch desde su ateísmo, “donde hay esperanza, hay siempre religión”. El profeta Jeremías utilizaba un lenguaje más propio para un pueblo que había perdido el camino, desde su fragilidad se sentía como la arcilla en manos del alfarero, no solo está la muerte presente, también el mal en el propio corazón, incluso el mal que no quiero hacer.
El Dios de Jesús, saca vida del polvo y el barro desde un amor que tiene infinitas facetas y que se da por caminos sorprendentes e inesperados. Sobre el polvo más oscuro de nuestra existencia desciende la vivificadora agua del amor de Dios: “Revivirán tus muertos, mis cadáveres se levantarán, se despertarán, exultarán los moradores del polvo; pues rocío de luces es tu rocío, y la tierra echará de su seno las sombras” (Is 26,19).
El miércoles de ceniza, marca el inicio de la cuaresma, el rito penitencial de la celebración nos invita a colocar un poco de ceniza en nuestra frente, mientras que en la voz del sacerdote resuena unas palabras de esperanza que pronunció Jesús al inicio de su vida pública: “Conviértete y cree en el Evangelio”. Unas palabras que animan a escuchar la Buena Noticia, para ello es necesario acallar otras voces que diluyen el significado profundo de la Palabra. Un rito que se viene celebrando desde los inicios del cristianismo, lo cita Eusebio de Cesarea en 332, donde el ayuno de la cuaresma es concebido como duelo y tristeza por la ausencia del Señor, pero siempre marcado por la espera y la esperanza. Ese ayuno que se hacía los miércoles y los viernes, formará parte de las prácticas penitenciales de la cuaresma y su inició vendrá marcado por el miércoles de ceniza.
Se inicia un tiempo de silencio interior, de miradas profundas para adentrarnos en las profundidades del corazón y encontrarnos de nuevo con ese Dios que nos habita. Es un tiempo propicio para buscar las huellas del Padre en las arenas del corazón y dejar que ellas nos adentren en la espesura. En medio del ruido, de las agitaciones de la vida, de la enfermedad, del trabajo, del estrés, del consumo excesivo, del vacío, el hombre actual no necesita mortificaciones. Necesitamos paz y silencio, sobre todo, ayunar de miradas y palabras que intoxican la vida, ayunar de narcisismo y egoísmos para poder escuchar las voces de lo pequeño y mirar el rostro del necesitado.
En el silencio podemos ir más allá, ahí en las profundidades, en el hondón del corazón, descubriremos un Dios cercano y deslumbrante que no es ajeno al hombre. En esa quietud del silencio podemos alargar la mirada y atisbar una luz en el horizonte, pero observando que la realidad que nos envuelve es muy dura. El silencio nos ayuda a liberar la mirada para no perder la razón y la solidaridad, desplegar la lucidez y vivir con humanidad ante la indiferencia existencial.
En el camino se nos ofrece la cruz, antes de llegar a la LUZ, cientos de seres humanos que sufren, que pasan hambre, que son violentados, que viven en la miseria y en el hondón de la vulnerabilidad. Cientos de “residuos humanos” que nuestra sociedad del descarte y la indiferencia ha convertido en no deseados, en personas totalmente invisibles e injustamente tratadas. Es un momento propicio para privarse de muchas cosas, no para tener más, sino para que otros tengan. Es un buen momento para ayudar a los necesitados, hacerles visibles, dar y darnos no de lo que sobra, sino de lo que somos y tenemos.
Ninguna fuerza es más transformadora que el amor, de ella brota la alegría de la Pascua, en el silencio de la cruz, es vencida la muerte y el pecado. Por ello este tiempo, es un Kairós, un tiempo propicio, un tiempo de desierto, un tiempo de gracia, para entrar en uno mismo y tamizar la existencia con la luz de Dios, de su Palabra, de su Silencio. Es un momento oportuno para experimentar la misericordia de Dios a través del Sacramento de la Gracia, encontrarse con un Padre que nos espera y nos acoge en sus brazos. Es también un tiempo para recorrer caminos nuevos más allá del consumismo, la insolidaridad y la indiferencia, siempre ligeros de equipaje. Es un tiempo para volver al amor primero que nos lleva al desierto y nos habla al corazón. Sobre el polvo más oscuro de nuestra existencia desciende la vivificadora agua del amor de Dios. Por ello, Jesús nos invita a convertirse y creer en el Evangelio
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