No puede decirse que las democracias sean el sistema político ideal porque todo es mejorable, pero sí podemos decir que es el mejor de todos, el menos malo, pero desgraciadamente también tienen enemigos dispuestos a acabar con ellas.
Acabamos de verlos en Brasil
Lula tomó posesión como presidente el 1 de enero. Un hombre había sido ya detenido por planear un gran atentado para boicotear la ceremonia. No se trataba solo de un caso aislado: desde la derrota de Bolsonaro se temía que él o sus seguidores más radicales se atrevieran a armar alguna tras negar la legitimidad de los resultados electorales. Y pasó unos días después, cuando miles de ultras brasileños irrumpieron en el Congreso, el Tribunal Supremo y la sede del poder ejecutivo. Ya antes de atreverse a asaltar el edificio, la principal reivindicación de la convocatoria estaba clara: pedir un golpe militar contra Lula. Las imágenes recordaban a las del Capitolio de Estados Unidos, cuando una turba de seguidores de Trump, hace justo dos años por estas fechas, irrumpió en el edificio para impedir la proclamación de Joe Biden con un comportamiento más propio de jóvenes gamberros que de hombres hechos y derechos.
¿Quién o quiénes son los culpables?
Lula culpa de los hechos a Bolsonaro y Bolsonaro niega su responsabilidad. Normal. Culpar a los demás de las maldades propias nos hace creer que los demás nos verán buenos, íntegros, inocentes, pero es evidente que estas cosas no parten de un grupo de ciudadanos normales y corrientes, que hay detrás alguien que las organiza, que las ordena, que paga el favor de llevarlas a cabo, ¿y a quién sino podía interesarle?
De momento la situación está controlada
Lula da Silva ha conseguido contener el primer golpe de su nueva vida como presidente pero ya veremos si será el último. No se descarta que le lleguen más, porque esto no es una explosión espontánea sino un movimiento reaccionario que viene de lejos, pero por lo pronto las principales autoridades del país han cerrado filas contra el asalto de las sedes del Congreso, del poder ejecutivo y del poder judicial. El Gobierno ha tomado el control de la Policía de la capital, el gobernador ha sido destituido, se han liberado las zonas ocupadas y atención a la cifra: más de 1.200 personas han sido detenidas, solo en Brasilia. La mayoría eran integrantes del llamado “campamento patriota”, instalado en octubre y desde el que abiertamente se ha reivindicado un golpe militar. De hecho, estaba instalado delante del Cuartel General del Ejército, para presionar.
¿Significa todo esto que las democracias están en peligro?
Esperemos que no tengan razón los que las ven en peligro, pero basta mirar a nuestro país para darnos cuenta de que sí están en declive. Las amenazas provienen tanto del poder como de la creciente desafección de la ciudadanía con este sistema político. Cada vez son más los ciudadanos que se muestran indiferentes ante un gobierno democrático o uno autoritario, que los prefieren incluso, que han perdido la confianza en las instituciones y que dejan de votar porque ya no creen en ningún partido, y menos los políticos que quedan, si es que queda alguno, que trabajen por los ciudadanos en lugar de hacerlo por los partidos y la mayoría lo hacen con la misma herramienta: desprestigiando al que gana las elecciones legítimamente en vez de respetarlo y colaborar.
No puede decirse que las democracias sean el sistema político ideal porque todo es mejorable, pero sí podemos decir que es el mejor de todos, el menos malo, pero, o unos y otros nos lo tomamos en serio, o antes o después acabaremos con ellas, porque las democracias también mueren.
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