... guiado este fin de semana por una Estrella sin Nombre vista dos mil y un años atrás, destinada a permanecer en el pasado de las Escrituras y el mañana de siempre y nunca un paso más allá de la circunferencia imposible de la esfera abierta a la eternidad de lo bello y lo sencillo...
Ayer por la noche me senté al escritorio para trascribir mi columna de esta semana de Navidad. La redacté antes de la comida. La dejé en unas hojas junto al ordenador. Por la tarde salí un momento de casa para tomar un café con una amistad y al volver quise copiarla para subirla a la plataforma del periódico. No obstante, no lo conseguí. Leí el primer renglón del manuscrito. Transcribí el inicio. Intenté seguir adelante. No pude.
No se trata de la primera ocasión. En el pasado, más de una vez me ha sucedido. En esas ocasiones he optado por cerrar los ojos y buscar en mi interior la voz debida al tono de la publicación deseada. Abro no sé qué regiones del alma y tiro de ahí la punta del ovillo para sacar el todo de la puesta en página de la columna. Al final sí ha dado resultado ese procedimiento. De una manera u otra, al borde de la hora del inicio del día para leer el periódico, consigo colgar en el sistema de la prensa electrónica mi contribución.
En este momento, sin embargo, gestiono las cosas de manera distinta. No cierro los ojos. No me adentro en mi persona para bucear en esa hondura en la búsqueda de ningún pez para presentarlo bajo la forma de las palabras ante mi lector. Mantengo mis ojos abiertos. Le hago frente al mundo tangible de las cosas de la masa de los sentidos y desde el suelo firme donde apoyo mis pies calzados caigo finalmente en el océano de la tinta azul de mi borrador redactado horas atrás. Comienzo a transcribir mi columna…
Me siento tentado a pensar en la ingeniería electrónica de Internet como un mecanismo donde el espíritu se enreda en una serie de manifestaciones digitales ajenas a la superficie material donde de no encontrarse el individuo en la red andaría su camino de un modo más completo, real, consistente, coherente, estable. Con ese ánimo recorro la vista por los objetos de mi estudio. Poso mi mirada en los libros de pintura. Paso la mano por las estanterías para y retiro algo del polvo acumulado. Recuerdo cuando una amiga me regaló el bolígrafo azul sobre la mesa. Escucho un álbum de música clásica. Pienso en la idea cristiana del amor al prójimo y la ayuda para los más necesitados.
En un ambiente sereno como este resulta sencillo asomarse por la ventana y contemplar la organización de la vida urbana en el barrio. Nada resulta demasiado diferente al ayer. Ahí sigue casi todo. De este lado de la ventana parece haber más cambios. Los viajes por otras bibliotecas del mundo han quedado atrás. He dejado de frecuentar los salones donde los coleccionistas de arte discutían cosas carentes de importancia en este momento. Sigo recibiendo cartas y catálogos. Las invitaciones a las inauguraciones de galerías y restaurantes continúan acumulándose en el buzón de casa. En las redes sociales finjo un interés modesto por objetos y sucesos tan efímeros como el encanto.
Como signo de respeto hacia una amistad cercana de Brasil, semanas atrás le remití un álbum encontrado en un mercado de antigüedades con escenas del América Futebol Clube, Natal-RN. Su propietario se encargó de anotar en una cuidada libreta conservada en estado casi perfecto las ocasiones donde había encontrado cada una de las estampas, los recortes, las fotografías, cada uno de los momentos cuando había comprado los billetes de los juegos. Esa noción de orden seguramente regulaba por igual otras áreas de su vida. No resulta difícil imaginar un posible interés del coleccionista por los inventarios, los índices, las entregas periódicas de algún tipo de publicaciones. Mi amistad brasileña, emocionada hasta un punto indecible con el presente de ese álbum, lo había presumido de un modo efusivo entre su círculo de amigos. El regalo había llegado cuando el fútbol argentino escribía una página eterna en la historia del deporte.
Las cosas parecen revestirse de sentido debido a las personas relacionadas con ellas. La dimensión humana las sostiene en su plataforma de valor. Esas pertenencias cobran su significado a la luz de quien las ha cuidado y se ha encargado de comunicarlas a los demás. La hondura del alma resulta posible de apreciarse a partir de esas posesiones, que en un lenguaje figurado vendrían a ser las estrellas de la noche oscura de nuestro devenir. La Navidad, debido a tal condición, hoy la describo como el encuentro con el otro. El contacto humano crea los lazos del tejido de la historia donde el porqué y la sinrazón del todo y la nada se vuelven una sola y la misma circunstancia del final sin un principio. No veo cómo puede ponerse de manifiesto la trama de la experiencia vital fuera de la interrelación con la sociedad.
Si bien el Internet en el pasado se encargó de demorarme una buena parte del tiempo y el espacio del aquí y el ahora en la materia y la masa de las cosas no ficticias, haber dejado atrás esa piscina de datos para volver al suelo firme de la tierra no me ha empujado a construir nada no visto o intuido antes. El ayer de esa vida, con su entramado informático de los usos y las costumbres de la cultura de la imagen y la inmediatez en muchas ocasiones desprovista de una narrativa donde los sucesos se encadenen en una puesta en escena coherente y progresiva… Esas cosas del tiempo anterior al presente, decimos, no se han extinguido, no han desaparecido al quedarse sin batería el teléfono, siguen vigentes, pero se imbrican en un relato donde cobran una proporción humana no vista entonces.
La hechura de las circunstancias del mundo con base en la vida tangible reporta otro modo de crear el futuro imposible de recordar si no es con la sustancia de los objetos con un peso en la región de los cuerpos celestes. Allá al otro lado de la ventana, un vendedor de la prensa anuncia sus periódicos a la vuelta de la esquina. Los pájaros, como siempre, vuelan de un lado a otro. Un negocio no lejos de casa acerca el sonido sordo de su ventilador a la quietud del jardín. Ahí, sentado en una piedra junto a la fuente, saco de un bolsillo de la chaqueta la carta de respuesta de mi amistad brasileña y la leo, traduciendo al español el verso que cierra su felicitación navideña.
Celebro estas Fechas con el gozo
secreto de tu carta entre mis manos,
dispersas sus palabras en las hojas
igual que las estrellas en el cielo.
Mis ojos te contemplan a mi lado
ahora que te escucho con el viento
quedo en la vigilia de la noche
que cantan todavía los Antiguos.
La gracia celestial de tu semblante
la vio en su Italia el poeta
que hizo del futuro su recuerdo.
Aquí tú le susurras su pasado
llevándole a sus versos mi arrullo
que abriga esta noche a tu Cristo.
Finalmente, como puede apreciar el lector, si conseguí poner por escrito mi columna redactada ayer. Dejé a un lado la práctica de otras ocasiones de cerrar los ojos y sumergirme en mi interior para recuperar de algún lugar de esas moradas algo para dejar constancia de mi paso por el periódico como escritor. Hoy he permanecido a flote en esta dimensión de la existencia fuera del mundo digital. Como un nadador cuando sale de la piscina y coje su toalla para secarse y vestirse, del mismo modo yo me he sacudido los pixeles de los datos desprovistos de una narrativa donde cobren sentido histórico y he avanzado en mi camino hacia la creación de un nombre propio, guiado este fin de semana por una Estrella sin Nombre vista dos mil y un años atrás, destinada a permanecer en el pasado de las Escrituras y el mañana de siempre y nunca un paso más allá de la circunferencia imposible de la esfera abierta a la eternidad de lo bello y lo sencillo.
24 de diciembre de 2022
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