La Navidad es el día que une todos los tiempos
ALEXANDER SMITH
Cristo se rebajó a sí mismo no para su propio beneficio, sino por nuestro bien; para justificarnos y darnos paz y felicidad
SAN AGUSTÍN
La Navidad es una fiesta luminosa, una fiesta de esperanza, estamos llamados a vivirla con el gozo más profundo, sin traicionar lo que celebramos realmente: el Hijo de Dios que se hace hombre, nos llama a vivir un camino en profundidad, enseñándonos dónde se encuentra la felicidad verdadera. Los primeros padres de la Iglesia sintetizaban la navidad con estas palabras: “Dios se ha hecho hombre para que el hombre llegue a ser Dios”.
La fiesta de Navidad es ciertamente una conmemoración del nacimiento de Jesús y celebrarla implica proclamar el relato evangélico que le dé su sentido. La finalidad de una celebración litúrgica no es revivir solamente el recuerdo de un acontecimiento pasado para mantener sus huellas en nuestro espíritu, como lo hacemos en las fiestas de cumpleaños, sino buscamos una permanente actualización de esa realidad. Dios nos sigue visitando a cada uno. Navidad es todos los días del año.
La Navidad nos remite a la Pascua, como la Pascua nos remite a la Navidad: “Cristo ayer y hoy, principio y fin, alfa y omega. Suyo es el tiempo, y la eternidad. A él la gloria y el poder, por los siglos de los siglos”. No solo recordamos que ha venido, seguimos esperando la vuelta del Señor Jesús, en su gloria. Entre ayer y mañana, Dios sigue viniendo al corazón del ser humano, hay que reconocerlo en la cotidianidad de la existencia: en el pan compartido, en la ayuda a los necesitados, en el acompañamiento aquellos que viven en la soledad y en el vacío, en las esperanzas de todos los que caminan hacia la paz y la justicia.
Durante el siglo IV se organiza el ciclo litúrgico de la Navidad. En Occidente se crea la memoria del nacimiento de Jesús, la Navidad el 25 de diciembre, que sustituía a la fiesta pagana del “sol naciente”. En Oriente, la Epifanía, sustituye a la fiesta que celebraban en esos lugares del dios “sol”. A principios del siglo V, se empiezan a distinguir las dos fiestas de contenido diverso. Frente a la fiesta del sol, muy extendida en el paganismo se propone a Cristo como verdadera luz que ilumina a todo hombre. Él es la luz del mundo. Es la estrella que recorre el cielo para alegrar e iluminar a todos. Es la señal de que Dios se preocupa por todos.
La fiesta surge en Roma, así lo reflejan en sus escritos tanto san Agustín, san Basilio, como san Juan Crisóstomo. En el siglo IV, ya estaba extendida por el norte de Italia, norte de África, España, se celebraba en Capadocia y en Antioquía como una fiesta diferente a la Epifanía. Las diferentes disputas sobre las dos naturalezas de Cristo, plasmadas en los diferentes concilios de la época: Nicea, Éfeso, Calcedonia y Constantinopla hicieron de la Navidad, sobre todo por obra de san León Magno, la ocasión para afirmar la auténtica fe en el misterio de la Encarnación. Las antífonas de la fiesta de Navidad cantaban de forma poética la definición proclamada por el concilio de Calcedonia (451) y la liturgia proporcionaba ocasión de enseñar a los fieles cómo entender la Persona divina de Jesús y sus dos naturalezas completas, divina y humana.
La primitiva celebración de la Navidad solo incluía una misa que se celebraba en la basílica de San Pedro a la hora tercia (tercera hora después de salir el sol, sobre las 9 de la mañana). Es curioso que, en el evangelio de Marcos, la hora tercia fue el momento de la crucifixión de Jesús. En el siglo V, en el pontificado de Sixto III, se introdujo la costumbre de celebrar una misa “a medianoche” en Santa María la Mayor, Basílica del Pesebre. Más tarde se introduce otra misa “al amanecer” en la Iglesia de san Anastasia. La misa de medianoche tiene un claro paralelo con la vigilia pascual, se centra en el allelluia que precede al evangelio: “Os traigo la Buena Noticia, os ha nacido el Salvador, el Mesías, el Señor”. La del amanecer se evoca la adoración de los pastores, pero se insiste en la alegría de la llegada de un salvador. La tercera misa, se centra en la palabra hecha carne, cuya venida ha traído la salvación y es la revelación de Dios a los hombres.
La Navidad, por lo tanto, no es sólo un recuerdo histórico del nacimiento de Jesús, es mucho más. Es la actualización, en el misterio de la salvación que se inicia en la Encarnación. Esa actualización requiere un encuentro personal con ese Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, que nos lleve a confrontar toda nuestra vida personal, social, eclesial, cultural con la realidad de Jesús. Este encuentro nos debe llevar a una decisión, ya que nos encontramos con un tipo de profundidad humana que nos cuestiona y nos pone ante Dios.
En la Navidad se celebra la alegría, también el dolor que llegará en el Viernes Santo, y la alegría última de la resurrección. Celebrar la alegría con una comida es una realidad cultural y tiene una función central en todos los lugares del mundo. Comer es el alma de toda cultura, nos vincula al grupo y a nuestra propia historia. También ha tenido siempre una dimensión religiosa, dar gracias a Dios por sus dones. Para los primeros cristianos las comidas son el símbolo esencial de la fe, signo de comunión con Cristo y de esperanza por la llegada del Reino. Ese “comer con”, pone de relieve la iniciativa de Dios que invita a todos a la salvación y por otro, a un modo de ser diferente de la comunidad cristiana, más reconciliadora y universal. Esperemos que, en nuestras comidas, afiancemos lazos en la familia, seamos conscientes del amor de Dios y nos abramos a un sentido profundo de lo que celebramos de forma fraterna con todos. Desde aquí:
¡Feliz Navidad!
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