Esto de ser “jefe” no es moco de pavo. Fíjate que los romanos, esos a los que les debemos gran parte de nuestra civilización y organización, ya eran conscientes. Por eso distinguían dos palabras: la potestas y la auctoritas. La potestas era el cargo que venía de la ley, es decir, venía de los que son nombrados por la autoridad superior a ellos. Sus decisiones se respetan porque vienen de la legalidad y hay que obedecerlas. La auctoritas era la autoridad de quien tiene cualidades y capacidad moral para ello y sus decisiones se respetan (o no) porque viene de alguien con sabiduría y justicia ante el resto.
No siempre coincidían potestas y auctoritas entre los romanos (por eso son dos términos distintos) pero ni mucho menos coinciden ahora en nuestros días.
Hoy este oficio de ser jefes, se ha ido desarrollando desde diferentes disciplinas y estudios, y se van utilizando palabras diversas: coordinación, liderazgo, jerarquía, estructura piramidal, trabajo en equipo, asamblea, guía, pastor, gobierno, representación… De hecho, nos encontramos con “jefes” nombrados por la autoridad competente y “líderes”, que son personas con capacidades y competencias. A veces coincide que el jefe es el líder, es decir, coincide la potestas con la auctoritas, pero otras veces no.
Y me atrevo a ser un poco maniqueo y hablar de jefes “buenos y malos”, y aunque es verdad que entre el blanco y el negro hay escalas de grises, todos tenemos la experiencia de tener o haber tenido jefes que se inclinan a ser más malos que buenos o al revés, incluso podemos nosotros ser jefes y estas líneas nos pueden ayudar a hacer autocrítica sobre nuestro estilo de liderazgo.
Un buen jefe reconoce el talento en su equipo y lo potencia. Reconoce el liderazgo en otros y está contento porque se quiere rodear de los mejores y más capaces, porque sabe que no tiene que ser el mejor en ninguna tarea.
Un mal jefe se sitúa en la rivalidad frente al liderazgo de otros. No soporta que haya talento ni ideas y quiere un equipo mediocre de pandereteros que le bailen el agua y le digan sí a todo.
Un buen jefe admite las críticas porque sabe que esas le hacen mejor en todos los sentidos. No se siente encadenado a que hablen bien de él, ni se decepciona cuando dicen cosas que no le gustan.
Un mal jefe no admite discrepancias ni cuestionamientos simplemente porque él es el jefe y punto. Asume el principio de jerarquía como un tirano, detrás del cual hay muchos miedos y complejos.
Un buen jefe “empodera” a los suyos. Les delega, les da competencias, les permite tomar decisiones y hasta equivocarse. Un buen jefe acompaña, está cerca, sostiene cuando es necesario.
Un mal jefe desconfía y está siempre con miedo de perder poder, celoso. No tolera el error de los demás y vigila continuamente, controla en todo lo que puede. Sólo quiere que se le obedezca.
Un buen jefe escucha, pierde tiempo dialogando, se pone en la piel de los demás. Da las gracias, motiva, crea nuevos retos.
Un mal jefe quiere imponer siempre, no sabe dialogar, tiene miedo a contrastar. Echa mucho la bronca y llama la atención demasiado.
Un buen jefe toma decisiones. Las toma pensando en el mayor bien para todos, en lo mejor para la institución o el proyecto. Arriesga. No le paralizan los miedos de las críticas. Busca la justicia y la verdad.
Un mal jefe evita tomar decisiones y las retrasa todo lo que puede. Piensa en evitar conflictos, en evitar problemas. Es un cobarde atenazado detrás del escudo de “siempre se ha hecho así”.
Un buen jefe suscita a su alrededor gente con ilusión, con ganas, con alegría. Hace que la gente sea generosa y quiera dar lo mejor de sí.
Un mal jefe crea a su alrededor un mal ambiente, en donde la gente hace lo mínimo, en donde la mediocridad acampa a sus anchas, en donde da igual hacer bien o mal un trabajo.
Miramos a nuestro alrededor y el panorama sobre los jefes no es alentador precisamente. Tampoco lo era para los romanos. De los de Cromañón no sabría decir…
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