Amó siempre a Ciudad Rodrigo, llevó a la diócesis en el corazón y rezó por ella constantemente
Nadia se acuerda de los antiguos, lo mismo pasará con los que vengan:
no se acordarán de ellos sus sucesores (Eclesiastés, 1,11)
Este versículo del autor sapiencial Qohelet, en visión desengañada y pesimista, es una dura advertencia que tantas veces se cumple entre los humanos, desmemoriados y demasiado propensos a la amnesia.
No ha sido así en el caso del entierro de Mons. Antonio Ceballos. Las campanas de la Catedral Gaditana doblaban el día 23 de septiembre pasado cuando se iniciaba la procesión con sus restos mortales. Una emocionada letanía de los Santos conducían paso a paso, golpe a golpe, los restos del obispo, a hombros de un grupo de sacerdotes. D. Antonio, entraba en la Catedral a la sombra de los apóstoles, de quienes fue llamado a ser su sucesor en la Catedral de Ciudad Rodrigo; pedíamos la invocación de los mártires, de los padres de la Iglesia, de los santos fundadores como Domingo y Francisco, o de santos tan queridos para don Antonio como san Juan de Ávila y santa Teresa de Jesús. Delante del altar se colocaba su cuerpo y sobre él se mostraban el Evangelio, la estola y la casulla, el báculo de pastor y la mitra. Solemne fue la Eucaristía, presidida por el obispo actual de Cádiz y Ceuta, Mons. Zornoza y acompañada por otros compañeros obispos, cientos de sacerdotes y de fieles.
El final fue tan emotivo con el principio, cuando los sacerdotes portadores del féretro lo pusieron sobre sus hombros, el aplauso cerrado acompañó la procesión hasta la cripta. Era el aplauso cerrado de la aprobación final, de la aceptación, del agradecimiento, de la misión cumplida. En ese aplauso sincero estaban todas y cada una de la personas que le habíamos tratado y conocido, las personas que habíamos descubierto en su ministerio el viento evangélico del Espíritu, la llama viva del amor a Cristo y a sus hermanos. Don Antonio llevaba ya un año despidiéndose, allí en su tierra natal, en Jaén, al cuidado solícito de las Hermanitas de los Pobres. Allí pudimos verlo mi compañero Tomás Muñoz y yo en dos ocasiones; la última fue emotiva: revisando nuestras fotos, me he dado cuenta que el 21 de septiembre de 2021, justo un año antes de fallecer, nos hizo entrega para nuestra diócesis de Ciudad Rodrigo del anillo episcopal, regalo de nuestro presbiterio civitatense para su ordenación el 25 de marzo de 1988 en la Catedral de Santa María. Amó siempre a Ciudad Rodrigo, llevó a la diócesis en el corazón y rezó por ella constantemente. Preguntaba a menudo por todos los colaboradores que le ayudaron en la misión, siempre con cariño y con agradecimiento. Tanto Mons. Zornoza como Mons. Retana destacaron de él su sencillez y humildad, su cercanía, su austeridad y su honda y profunda espiritualidad evangélica, la propia de un hombre de oración.
En el final de la vida lo que acaba quedando son siempre las relaciones personales, las cuentan de verdad son las personas: lo que fueron ante Dios, lo que fueron para sí mismas y lo que fueron para los demás. Don Antonio pasó a nuestro lado, como pasan los apóstoles ilusionados y desprendidos; pasó con el paso del Señor, sus huellas quedaron marcadas para que siguiéramos al Resucitado. Ya no podremos olvidar el Cenáculo, ni la primer hora de la iglesia, ni la vuelta a la misión; ya no podremos olvidar aquellos encuentros con los sacerdotes en los arciprestazgos, ni aquellos encuentros con los fieles en las parroquias; ya no podremos olvidar aquella solicitud con el Seminario, aquel celo apostólico, aquellas recomendaciones para mirar al Señor en la oración: solo os pido que le miréis, citándonos a Santa Teresa.
Ya no podremos olvidar aquellas caminatas con los seminaristas y formadores, o con los jóvenes, aquellas montañas para ascender y descender, aquel nido de buitre negro que vimos tan cerca, aquellas ruinas de san Pedro de Alcántara cerca de Robledillo; aquella noche cuando se desbordó el río Águeda, o aquellos días cuando jugaba el Real Madrid y dábamos algún que otro grito.
Los pobres y los sencillos tampoco lo olvidarán, por su sensibilidad sincera y cercana a sus problemas; como tampoco se olvidarán de él los emigrantes del campo de Gibraltar o los obreros de los astilleros. Su huella es prueba de su buen hacer. Una anécdota lo dice todo: una mujer en Cádiz le comentó a un sacerdote, menos mal que D. Antonio os sigue reuniendo a todos los sacerdotes.
Ahora se nos ha ido. Ya se agotó su lámpara para este mundo, pero sigue ardiendo en la Luz Pascual que es Cristo. Cuando declinaba aquí su vida, iban apareciendo para él los eternos los levantes de la aurora.
En la Catedral de Cádiz tenemos ya un trocito de nuestro corazón, allí en la Cripta, más luminosa desde que guarda la memoria y la sonrisa sincera de Don Antonio Ceballos Atienza.
Juan Carlos Sánchez Gómez