A Elena Poniatowska, referente mundial del periodismo, le dice su papelerito, su vendedor a flor de acera del periódico para el que trabaja, que ya no vende nada, ni revistas ni diarios, aquellos que voceaban los niños cuando la autora mexicana nacida en Francia y de apellido polaco llegó a México. Abigarrados y llenos de novelitas del oeste y de Corín Tellado que se intercambiaban una vez leídas, los puestos de periódicos mexicanos florecían en cada esquina con sus portadas sangrientas ¡Mató a su mamacita con sus propias manos! O sus tantos desaparecidos, masacrados, mutilados y colgados en las pasarelas sobre la carretera, triste remedo de una cruel costumbre medieval “Mira lo que puede pasarte por andarte de pendejo”.
Elena, tenacidad implacable, sigue escribiendo a sus noventa años una crónica, una entrevista más para el periódico “La Jornada” que yo le leo en digital porque me queda a trasmano comprarle un ejemplar a su papelerito de Miguel Ángel de Quevedo. Y a este lado del charco, mi amiga, la pintora Amparo Núñez, atraviesa calles y calles para conseguirse un periódico en papel porque el cierre de los kioskos hace que encontrar un puesto sea más difícil que hallar una sombra en las calles del barrio de mi madre. Es el triunfo de la modernidad, y mientras nosotros leemos la prensa en el móvil de todas nuestras esperas, mi padre aguarda el sábado por la mañana a que llegue yo con la cosecha promisoria de papel para metérselo entre pecho y espalda, él que se lee todos los días, a la orilla de la barra La Gaceta Regional, el único periódico físico en una ciudad que siempre tuvo dos o tres con espléndidas plumas y un interés por la cultura que resuena aún en las líneas que nos hicieron lectores, como las de la poeta, indispensable periodista cultural, Charo Ruano.
Portadas de papel satinado que despiertan apetitos y ganas de sentarte a leer a la sombra de la terraza, al sol de la caña, al abrigo de la casa. Lectura que consuela, que acaricia, que nos lleva a casas deslumbrantes, mujeres y hombres vestidos para otro planeta. Era el triunfo de las revistas mensuales de publicidad exquisita, de belleza fuera de lo cotidiano. Cuando yo empecé a ganar mi propio dinero, amontonaba ejemplares de la revista Integral, Quimeras y hasta Ínsulas que ahora no tienen orillas para los que seguimos devorando papel como termitas de biblioteca. Somos los desterrados del kiosco donde se vendían los cigarrillos de uno en uno, las barras de regaliz que siguen siendo mi perdición, los cromos, las bolsitas de juguetitos de plástico… y ahora las botellitas de agua y la latas frías… mamá, dame dinero para ir al kiosko… y ese que frente a la casa de mis padres despliega su abanico de portadas que codicio mientras compro el pan, las pastas de pueblo, el periódico del abuelo que recorre el domingo todas las manos. Y pienso en Elena saliendo a comprar, como mi querida Amparo, las hojas que nos rodean, la prensa que nos ha hecho sabios, el rato que le hurtamos a lo cotidiano, hojas de revista volandera…
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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