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Teoría de la desesperanza
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Teoría de la desesperanza

Actualizado 05/08/2022 18:20
Ángel González Quesada

“Quiero algo..., algo..., para poder vivir...” JOSEPH CONRAD, El corazón de las tinieblas.

Con el mismo tono de magnanimidad y verbo infantiloide con que se trata en España a los ciudadanos, se informa de un reciente estudio que certifica que en el mes de julio de 2022 fallecieron en este país 10.000 personas más de lo previsto. Hay que detenerse, casi incrédulos, en esa cifra: 10.000 muertos más en un mes, más de 320 de más cada día. Los resultados de la investigación, realizada por el Instituto Carlos III, no son capaces de explicar las causas de semejante aumento de decesos, aventurando que tan brutal aumento de la cifra de muertes pueda deberse a una mezcolanza indefinida de causas que van desde los efectos del calentamiento global y las altísimas temperaturas que provoca, hasta un oculto aumento de afectados por el virus Covid-19, pasando por las consecuencias de la desatención clínica y diagnóstica de otras patologías como el cáncer, la reducción de coberturas sanitarias, la caótica vigilancia de tratamientos médicos debida a escasez de medios públicos, cuidado y dependencia y otras causas, entre las que no se descarta el pavoroso aumento de suicidios.

Es muy probable que esa situación se repita, o incluso crezca en los próximos meses, y que más pronto que tarde nos demos cuenta que nos está matando un modo de vida insostenible, una indiferencia hacia nosotros que nos convierte no solo hoy en asesinos, sino en suicidas mañana, en genocidas el próximo invierno, en peleles de lo que creemos ser, o de lo que nos hacen creer que somos, y que ha hundido el porvenir en la más espeluznante desesperanza.

Ancianos que se mueren, y se dejan morir, por desatención, de soledad, de asco, de hartura de una sociedad que los arrincona, los desprecia, los maltrata. Enfermos que esperan días y meses una consulta o una visita, mientras el dolor y la garra de la enfermedad crece sin consuelo, hasta ser insoportable, alucinante, imposible de ser vivida. Jóvenes privados de cualquier enseñanza de la bondad y la fraternidad, hundidos en la bota marcial del consumismo y la imitación, ahogados en la oscuridad de lo trivial, sumidos en el desconocimiento, la incultura y el egoísmo, que de pronto descubren en el espejo, al tiempo que la desesperanza, sus conjuros, el abismo, el olvido, la negación, el balcón... Extranjeros de cuarta fila con un solo sueño ahora roto en pedazos que se clava en los ojos de mirar sin ver... Mujeres y hombres esclavizados por trabajos que insultan y remachan, reafirman y repiten una pobreza antigua, heredada, insuperable y rancia que les asume, o dejan que una cuneta lo haga, para no ver, o mirar sin ver el sufrimiento del día a día repetido de grisura y vano esfuerzo, de desaliento y hastío frente al muro infranqueable de la imposibilidad.

Desprecio, insolidaridad, desconsideración, altivez, arrogancia, soberbia, indiferencia, desaire, menosprecio y repulsa a lo distinto, a la pobreza, a la necesidad, a la raza, a la protesta y a la razón. Ahí vivimos; ahí morimos. La guerra y la injuria de la guerra que trocan la ternura por el horror, y que nos signan como aliados, nos etiquetan como enemigos, nos hacen cómplices, jueces, fiscales... y culpables. La paz y los precios de la paz que nos hacen rebaños del sentir, legiones del llorar, feligreses del querer, amedrentados de por vida, robándonos el orgullo de la lágrima, el don de la alegría y el impulso del abrazo. Impunidades insultantes que nos hacen diminutos. Salivazos reales que nos convierten en bufones. Estentóreas carcajadas, ríos de impotencia, océanos de desprecio con que los ladrones de la felicidad nos matan de sed.

Un mundo hecho de desprecios (y de auto desprecios) es un mundo que tiene argumentos para morirse, o más bien para matarse. Las cifras incomprensibles de muertos (diez mil vidas de menos porque sí) que son nuestros muertos, nuestras víctimas, la escoria de la estúpida hoguera de nuestro ciego querer crecer, podrían explicarse con una sola palabra, o tal vez necesitemos todavía mil millones más de palabras aún no dichas para atisbar siquiera una sola causa de tanta, tanta amargura.

Dice la voz extraña que nos susurra la realidad cada aurora, que es solo en España donde esta plaga sucede. Nos estamos muriendo y aún nos parece que son otros los que se mueren. Nos estamos matando. Y aunque se estén disolviendo las rayas de los mapas tan deprisa, apenas si aprendemos a sabernos del mundo. Si fuésemos distintos, moriríamos; si iguales, nos mataríamos. Y lo haremos sin haber recuperado la fraternidad que habría de conformarnos, el amor que debiera definirnos y la humanidad que tendría que nombrarnos. No sabemos explicar por qué morimos tanto. Sí por qué no queremos vivir.

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