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Dos salmantinos en el océano Pacífico
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Relato de Marino J. Marcos Cuervo

Dos salmantinos en el océano Pacífico

Actualizado 07/07/2022 11:56
Redacción

Los viajes y aventuras de un fraile de Hinojosa que era más de media liebre, contada por otro de Peñaranda que lo era bastante menos (siglo XVI).

“Hay cosas que son más para hechas que para pensadas”, decía Hernán Cortés cuando explicaba al Rey los hechos de su Conquista, y algo parecido podríamos opinar nosotros del personaje que aquí presentamos. Porque cuando uno termina de leer su escondida biografía se queda con la duda de haber conocido la vida de un santo o la de un pícaro, que, pensándolo fríamente, puede ser las dos cosas a la vez, utilizando las mañas de la segunda para conseguir los resultados de la primera. Hablamos aquí de la vida de Fray Antonio de San Gregorio y, si algún lector quiere hacerlo, lo que recomendamos encarecidamente, la puede buscar en Internet. Basta con teclear Crónica de la Provincia de San Gregorio de religiosos Descalzos de N.P. San Francisco de las Islas Filipinas, China, Japón, etc…, Manila 1676, de Fray Francisco de Santa Inés –que nació en Peñaranda de Bracamonte, de modo que esto queda entre salmantinos-, y pasará el lector un buen rato garantizado, porque el de Peñaranda es un escritor de primera, y el otro un punto filipino –nunca mejor dicho-, de cuidado.

Escondida, digo, porque hay que encontrarla casi por casualidad, como me sucedió a mí, entre otras muchas biografías de un viejo tomo de crónicas franciscanas. Fray Francisco de Santa Inés, el peñarandino, cuya apologética visión de los hechos del mundo es tan ingenua que raya en lo imposible, era un escritor de altos vuelos, de vigoroso y bellísimo castellano que se dejaba llevar por la pasión misionera. Y si no fuese un lugar común la guerra de propaganda que en el siglo XVI sostenían unas Órdenes con otras por la hegemonía en la fe, podríamos jurar que habría extraído cuanto nos dice de una de las Novelas Ejemplares de Miguel de Cervantes, que por aquella fecha nacían en la mente de su autor (se publicarían muy poco después, en 1613). Fray Francisco escribía en Manila, donde casi coinciden ambos, como cronista oficial de los franciscanos. El otro… bueno; el otro era un hermano lego, y de él tratamos aquí. Y parece un personaje de novela.

Así de increíble es la vida que nos cuenta. Pero entremos ya en la de Garci López de Hinojosa, que ese era casi con toda probabilidad su nombre en el mundo.

Nace Garci López en ese pueblo de Salamanca, entonces diócesis de Ciudad Rodrigo alrededor de 1530, de familia muy pobre, pero poseído por el sueño de salir de la nada y de la miseria, sueño que mantiene siempre por ir a más, y veremos que lo consigue, ayudado por una codicia feroz, ardiente, que es el leitmotiv de su vida según los cronistas, que son varios y todos coinciden en este punto –parece mucha atención para un simple lego si no fuera este-, que solamente en el siglo siguiente (después hubo más), se ocuparon de su extraordinaria aventura. Para ello, para salir del peor anonimato –el del hambre-, muy joven deja su pueblo y se enrola en los Tercios de la Armada que salen para Perú en 1556 o 1557, con motivo de la conquista de Chile, con la gente del marqués de Cañete, García Hurtado de Menzoza. Esto ya nos dice algo del sujeto, que según Fray Francisco debía ser decidido mozo y, por lo visto, bien parecido. En cuanto pisa tierra, abandona el ejército para dedicarse a lo único que le interesa a él y a la mayoría de los que pasaban a la Nueva España: ganar dinero, mucho dinero; cuanto más, mejor. Y sin reparar en escrúpulos de conciencia, que eso, en las Indias, era cosa de cobardes.

No sabemos a qué exactamente se dedicó a su llegada, pero en aquellos tiempos había en Perú más de setecientas minas de plata, abiertas a costa de una explotación inhumana de los nativos, que López, por supuesto, no desdeña. Y en diez años se hace un mercader conocido y rico. Muy rico. Pero, de pronto, sin que sepamos por qué, lo deja todo. Algo muy serio le tuvo que ocurrir y que la Historia deja sin aclarar. No debemos, por supuesto, excluir la conversión paulina, que su seráfico cronista atribuye a las inescrutables mociones de la Divina Providencia, pero dada la vida que llevaban allí los españoles, debieron de ser otros no explicados y quizá inconfesables motivos. No lo sabremos nunca. El caso es que de pronto cambia de vida, parece que entrega su capital a los pobres y a los Hospitales de indígenas–que son los sitios donde, según arraigada costumbre testamentaria, los mercaderes de éxito descargaban su alma de las canalladas que les habían hecho en vida-; se quita de en medio de la sociedad civil del virreinato y, asombrosamente, profesa como lego en el Convento de la Inmaculada de Lima, recién construido. Y allí cambia de nombre: a partir de ahora será Fray Antonio de San Gregorio, como le conocerá la Historia.

Pasa en el claustro, dedicado a sus humildes cometidos como hortelano, más o menos diez años, en el silencioso cuidado de sus tareas, hasta que un buen día llegan a su Convento, para reponerse de las penalidades de tan larga navegación, cuatro franciscanos que se habían embarcado en la armada de Mendaña, en demanda de las Islas del rey Salomón. A pesar de que no fue para tanto –para nada, en realidad-, el fracaso de la expedición se cubre interesadamente multiplicando los cuentos de su enorme riqueza, las leyendas de sus playas de oro -que hacen intenso efecto en la sociedad limeña, a pesar de lo de las hormigas gigantes, que esa es otra historia-, y lo posible y fácil de su alcance. Y Fray Antonio, a quien, en nuestra opinión, le venían pesando demasiado las penitencias del monacato, siente renacer de nuevo aquella codicia abrasadora que en su corazón solo estaba agazapada, pero no vencida, y resuelve dejar todo aquello que le oprime ya demasiado y lanzarse a evangelizar en las nuevas y prometedoras tierras. El de Peñaranda, claro, se deshace en elogios sobre esta santa inspiración, y no busca más motivos porque Fray Antonio concibe la idea absurda, surrealista, inconcebible para alguien en su estado, de capitanear una expedición de frailes para misionar en las Salomón, librándose de este modo de la insoportable monotonía de la huerta del convento y, quién sabe si pensando en volver a las andadas de mercader, que nadie está libre de semejantes tentaciones, si es que eso de la riqueza que tanto prometían resultaba tener algo de verdad. Los hechos son los hechos. Pensemos que era un solamente un lego, un “idiota”, tal como conceptuaban entonces los frailes a estos servidores de convento, y en cuanto la oyó Fray Juan del Campo, por esas fechas la autoridad, el padre provincial en Lima, naturalmente tomó a risa su pretensión, mandándole volver a su huerto con cajas destempladas. Lógico.

Pero alguien que había conseguido hacer una fortuna en el Perú de aquellos tiempos era cualquier cosa menos un idiota, y esto Fray Juan lo había olvidado. Mucho de la labia fenicia, habilísima, del antiguo mercader, debía sobrevivir en Fray Antonio, porque insistiendo una y otra vez, cada vez con mejores razones, esgrimiendo quién sabe qué argumentos, contra todo pronóstico y atropellando toda lógica con una energía indomable, consiguió lo que quería –patente milagro al decir del Santa Inés-, y con las credenciales que le dieron salió descalzo y solo de su convento de Lima con destino a España para enrolar frailes… y para no volver jamás. Lo que pensara aquel hombre a la puerta de su convento cuando por última vez oyó el taque de la cerradura tras él nunca lo sabremos, y es una lástima, porque ahí está una de las claves de su vida. Aquí, lo queramos o no, hemos de romper una lanza por el cronista peñarandino: semejante éxito tuvo mucho de milagroso.

Ya le tenemos embarcado de vuelta a España, y en su segunda travesía por el Atlántico, esta vez de tornaviaje, llegando a la costa sufre el asalto de unos piratas franceses, que le aplican tormento cuatro veces (¿por qué?), y le aíslan en una jaula hasta que le dejan en tierra, consiguiendo salir con vida en un episodio lleno de interrogantes y mar de fondo, que exige un lector crítico, avisado; suceso muy poco claro, con varias interpretaciones posibles, del que salió sin sus papeles y puede que sin algo más, pero con bien. Llega a Madrid, donde el Comisario General de Indias, Fray Francisco de Guzmán, prudentemente advertido de su llegada por los frailes de La Rábida (que habían auxiliado al lego después del abordaje), ni siquiera lo dejó explicarse: una vez conoció lo que tuvo por delirio, ásperamente le envió a sus labores y a la huerta de un cercano convento, y como fray Antonio no dejara de insistir, se lo quitó de encima ordenándole ingresar en uno de Extremadura.

Poco conocía los recursos del antiguo soldado: Nada más llegar –pero nada más llegar-, se las ingenió para conocer a una hermana del despótico Comisario que en esa población vivía, a quien fascinó –sí, fascinó; dejémoslo ahí-, con sus anhelos y aventuras, hasta tal punto que esta señora importunó a su poderoso hermano con insistentes y sucesivas cartas, y finalmente consiguió para nuestro lego las de recomendación que necesitaba… ¡para entrevistarse en Roma con el Papa! De nuevo, Fray Antonio sale de su segundo convento y recorre, descalzo y solo, la distancia que lo separa de la Ciudad Eterna, y esta vez llevando en su petaquilla las licencias que le presentan como a un benemérito conductor de hombres. La habilidad para conseguir los papeles que sustituyeron a los que le habían quitado los piratas y el don de gentes que desplegó este hombre casi analfabeto debían de ser prodigiosos, porque en cuanto habla con él, Su Santidad Gregorio XII se rinde a sus delirios y le concede todo lo que pide. Vuelto a Madrid, y ya con los diecisiete compañeros a los que ha convencido –¡cómo no!-, durante su paso por los conventos franciscanos de España para que vayan con él a las Salomón (que para nosotros, hoy, sería algo así como un viaje a la cara oculta de la Luna), llegan a Sevilla, donde otro nada claro suceso de los que jalonan su equívoca carrera da lugar a que el seráfico cronista de Peñaranda atribuya a milagro patente lo que no fue sino puro y simple engaño: Por nunca declaradas razones, Fray Antonio dice que ha perdido las licencias que permiten a sus compañeros embarcarse para las Indias. Lo dice, que yo no lo creo. Y hay que volver de Sevilla a Madrid, entrevistarse con el odiado Consejero, lograr una audiencia ¡con Felipe II!, esperar su resolución, conseguir nuevas licencias y regresar a Sevilla, todo en menos de seis días, porque la flota esta presta para zarpar. Es cosa que resulta imposible. Solamente el viaje de ida a Madrid duraba veinte días en la posta y tres a uña de caballo, opción la segunda sólo al alcance de correos reales: de muy pocos y, desde luego, no de un fraile. Pero una vez más el de Hinojosa consigue salirse con la suya, fuera la que fuese, y fray Antonio muestra los papeles a sus compañeros al cabo de ese poquísimo tiempo. Pero no para las Salomón, sino para Filipinas. Para el cronista Fray Francisco de San Inés, es un milagro patente. Para un lector cualquiera, un simple engaño. Y esta vez hay que decirlo así, sin posibilidad de duda. No era ningún ingenuo Fray Antonio, no. Lástima no saber qué pretendía, pero que maquinaba algo es casi seguro. Y estamos ya en 1577.

Embarcados, llegan a Canarias, y cuando zarpan rumbo a La Española, alguien de su galeón que ha contraído la peste contagia a los demás. La mortandad del navío es enorme, y los frailes, Fray Antonio el primero, se portan como héroes. La verdad ante todo: Si hay que ser, se sé, que diría un castizo sanluqueño. Y vaya si lo fueron… El caso es que cuando llegan, tres de ellos han muerto. Pero los supervivientes atraviesan México y consiguen llegar a su destino, el embarcadero de Acapulco, donde en otra verónica cambiada, nuestro hombre engaña al destino, y sin aparente explicación, les deja solos en la cubierta del galeón que sale para Manila, la llamada Nao de Acapulco, ¡quedándose en tierra! Él, el responsable, el motor de todo aquello, prefiere no ir, y no va. Una vez más, Fray Francisco de Santa Inés sale santamente al quite, y nos ofrece una versión hagiográfica de lo que humanamente ha de tomarse como una simple encerrona. Sea como fuere, el de Hinojosa, que prefiere permanecer sólo, se vuelve a España, pero en la nao que le trae a Sanlúcar –con esta son tres las veces que ha atravesado el océano-, de nuevo se encuentra con piratas franceses, que no le matan de milagro, librándose por los pelos. La labia de este hombre debía ser extraordinaria, porque logra convencerles para que le conserven la vida y le dejen en tierra. Y su cronista se deshace en inventar milagros y divinas intervenciones en su favor, quizá con razón esta vez, pues muy pocos pueden contar que se han librado dos veces en sendos encuentros con los hermanos de la costa…

Ya le tenemos otra vez en Roma, donde se entrevista con el Papa, que ahora es Gregorio XIII, quien come en su mano como hizo su predecesor, obteniendo de él lo que quiere: licencias para reclutar nuevos misioneros para Filipinas, unos Breves que lo garantizan…, lo que quiere. Muy pocos en su siglo se moverían con tal habilidad entre purpurados, porque de nuevo obtiene todos los permisos que necesita. Uno piensa que si Fray Antonio hubiera seguido siendo simplemente Garci López, el mercader, hubiese acabado como el Fugger de América.

Y en Castilla recluta un nuevo grupo de franciscanos y se los lleva a Nueva España. Estamos en 1579, y esta vez nada más salir de Sanlúcar la nao donde van juntos encalla en un peligroso bajo que en las restingas de Cádiz existía, el bajo de El Diamante, y el galeón se pierde. Los frailes son los últimos en abandonarlo, y de nuevo se portan como bravos cuando la marinería, canallescamente, los abandona a su suerte, a ellos y al pasaje. Y esta vez sí: algo de milagro tiene que en cuanto el último de los frailes salta a la embarcación que desde tierra ha acudido a su rescate, por mandato del duque de Medina-Sidonia, la última ola que choca contra el buque lo desencuaderna violentamente, reventándolo. Se han salvado todos, frailes y pasajeros. En seguida pasan a otra nao, y Fray Antonio con ellos. Llegan otra vez a México, y tras cuatro meses de travesía por el Océano Pacífico, con una breve escala en las Islas de Los Ladrones (las actuales Marianas)- arriban sanos y salvos a Manila.

¿Nos damos cuenta ahora de lo que esto significaba? ¡A Manila! ¡Al otro lado del mundo! Realmente era gente de otra pasta, fueran cuales fueran sus intenciones, que de todo había, para embarcarse así, meses y meses, en las terroríficas condiciones de uno de aquellos galeones, con tempestades desatadas y la muerte presente en cada minuto de mar. No; no es cosa de juego. Difícilmente nos damos cuenta de lo que era aquello que ahora se resuelve en unos pocos renglones leídos ante una cerveza. Y llegan a Cavite y de allí a Manila, como antes llegaron a Acapulco, sin quejarse y a pie –

todo se hizo a pie y descalzos-, sedientos, y enfermos, y mal comidos. En Europa y en América, como se hará después en Filipinas. Y en galeones que llevaban a un esqueleto por piloto, como dice el historiador de la Orden, fray Juan de Legísima con palabras impresionantes. Se podrá pensar de esto lo que el lector quiera, pero al menos en aquel siglo una cosa es cierta: ni en las Termópilas hubo tanto héroe.

Fray Antonio parece ahora más morigerado, los años y la actividad no pasan en balde (y eso que solo seis han transcurrido desde que salió de Lima, pero ha vivido ya diez vidas de las nuestras). Leyendo a Fray Francisco de San Inés, por muy exhaustivo que sea, uno no puede dejar a un lado la impresión de que hay algo más, algo que ha perseguido cada paso de la vida de nuestro hombre y el cronista o no dice o se le ha escapado; y que Fray Antonio a duras penas ha conseguido vencer ( o tal vez ocultar), a fuerza de penitencia pero que al final sigue proclamando el defecto de su vida, la clave de la inadaptación al convento del antiguo mercader que, si ha vencido a la codicia, todavía eso le condiciona y se rebela en todos sus actos: porque este hombre no soporta la disciplina eclesiástica; en cuanto puede, huye; prefiere la soledad, por dura que sea, porque la vida conventual no es para él. Así que, en seguida, se hace el imprescindible para volver a España, y volver solo. Doce mil leguas, pero prefiere esto a quedarse en el convento de Manila. Y lo vuelve a conseguir: se embarca en el Galeón –el pretexto es lo de menos, como lo ha sido siempre-, cuyo capitán se llamaba, nada más y nada menos que Pedro de Luna, porque en la Nao de Acapulco ni las casualidades eran mediocres.

La travesía es, como todas, mala. Y en cuanto arriban a Acapulco, su naturaleza independiente pero desgastada ya no puede más, su suerte le presenta la última cuenta, la que hay que aceptar quiera o no, y bien sabe como mercader y como monje que al final nadie escapa y hay que acabar pagando. Consigue llegar, muy enfermo, hasta el convento franciscano de San Cosme en la ciudad, incipiente entonces, del actual México, –cuatro chozas de adobe-, y muere allí, pobre y santamente. Alguna duda de sus méritos guardarían para sí los frailes que lo asistieron, quizá conocedores de su aventurera vida, porque al morir se encontró bajo su almohada una protesta escrita y firmada de fe sincera para disipar cualquier duda sobre ello. Corría el año de 1583.

Si fue derecho al Cielo, como dice nuestro seráfico cronista, no nos extrañaría. “Patriarca” de los franciscanos le llega a llamar el exagerado bien pensante de Peñaranda. Mucho título parece para un simple lego, pero tengo para mí que Garci López de Hinojosa sin duda lo merecía.

Marino J. Marcos Cuervo