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Actualizado 10/05/2022 07:39
Ángel González Quesada

La reciente publicación de una entrevista en un diario de difusión nacional de alguien que se autodenomina músico, actor y escritor, en la que el entrevistado vierte sus opiniones sobre los nuevos modos de comunicación entre los jóvenes ("es genial que los jóvenes escriban con faltas"), sobre el diálogo entre generaciones ("un joven de 20 años no tiene nada que decirle a un tipo de 60”) o sobre el valor de la coherencia de pensamiento (“a veces me levanto de izquierdas y me voy a dormir hecho un facha”), es otro ejemplo, y abundan, de esa forma de falsa inmersión en una modernidad superficial, repentizadora y vacía que solo consiste en dejarse llevar por lo más simple de lo último, en alabar la imitación y la ocurrencia, en potenciar la vagancia mental y lisonjear el desdén, con el raquítico argumento de despreciar a quien no lo hace, desdeñar tanto lo que no se conoce como, peor, lo que posiblemente no se sabe (¿músico?, ¿actor?, ¿escritor?...; palabras demasiado grandes para poner debajo de algunos nombres).

Que el lenguaje de comunicación, sobre todo interpersonal, ha cambiado profundamente en los últimos años, debido sobre todo a la extensión del acceso a la tecnología, es una realidad que se constata en cualquier aspecto de la cotidianidad, pero que por sí mismo no constituye sino un recurso de expresión, no su correcto ejercicio. Que, principalmente entre los más jóvenes, aunque no solo, el diálogo, en su fondo y su forma, tiendan a la simpleza, que los rasgos de interacción personal vayan alejándose del contacto físico y verbal para sustanciarse con patrones estereotipados a través de los terminales telefónicos, y que las herramientas de comunicación, socialización o participación sean hoy en su mayor parte imágenes prediseñadas, ideas-forma o iconos gestuales, es una realidad tan incontestable como solo válida para ciertos ámbitos y comunicaciones y que, al tiempo que procura una extraordinaria fluidez, extensión y rapidez en la generalización, acceso o conocimiento de eventos, noticias y otros contenidos, no sirve en absoluto para ninguna comunicación detallada, expresión compleja, matiz o diálogo creativo, y que está creando, en las críticas etapas de maduración y crecimiento personales, una suerte de indiferencia, cuando no desconocimiento e ignorancia de las virtudes, ventajas, posibilidades u oportunidades del propio idioma y el lenguaje.

No entraremos aquí en la defensa de ninguna probidad expresiva (aunque tendríamos igual derecho que los que se ciscan en ella), ni romperemos lanza alguna en defensa de las artes verbales, literarias, jurídicas, argumentativas, expositivas y, en general, expresivas, que se basan y dependen del lenguaje y de cada idioma para su correcta expresión y su cabal identidad; la prevención contra la hartura y el fastidio de tener cada día que defender lo obvio frente al último rebuzno, nos lo aconseja.

Que intente ponerse en el mismo nivel cultural la utilización correcta del lenguaje que su incorrección, que se alabe y potencie públicamente la comunicación carente de toda complejidad y que se anime a los jóvenes a profundizar en el desconocimiento de su propia lengua, en el empobrecimiento de sus recursos expresivos, en la volatilidad y baratura de sus convicciones o en el desprecio a las generaciones anteriores, no es solo estúpido, chocarrero y pueril, sino que forma parte de una cierta forma de difusión, promoción y aumento de la taquilla de ¿músicos?, ¿actores?, ¿escritores?, vendehumos, embaucadores y farsantes, a los que probablemente ni les importan los procedimientos comunicativos de los jóvenes ante la posibilidad de hacer caja con la venta de su “colegueo”, ni se preocupen en absoluto de los afanes que los mantienen despiertos. A la sombra de la ignorancia generalizada, y tal vez de la suya propia, del desinterés y de la comodidad, convertidos u opositando a influencers de medio pelo, motomamis de pelo entero, chaneles de baratillo o novelitas digitales de poco más o menos para los unos y los otros, están haciendo caja con el manoseo de la chabacanería, la rentabilización de la simpleza, la rapiña de la deseducación, el páramo de la incultura, la pobreza mental y la siembra entre los jóvenes de modelos y referentes a cuál más veleidoso y vacío.

La utilización correcta del lenguaje, el conocimiento de su vocabulario, sus normas gramaticales, sus pautas sintácticas, morfológicas y la corrección de su prosodia, pronunciación y, al final, escritura, es un derecho que no debería negarse a nadie (estamos en el Año Nebrija, parece mentira). Ello no está en absoluto reñido con la utilización de otras formas de expresión, pero tampoco con el conocimiento de la corrección lingüística, sobre todo para no terminar siendo, en lugar de un ¿músico? ¿actor? ¿escritor?, un simple lenguaraz.

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