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"Z"
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"Z"

Actualizado 01/04/2022 10:08
Ángel González Quesada

En 1969, Constantin Costa-Gavras firmó una película, “Z”, que, además de constituir un indiscutible éxito tanto de crítica como de público (multitud de premios internacionales de primer nivel y diversos reconocimientos institucionales y artísticos), significó, por su contenido y su intención de rechazo frontal de las dictaduras, un soplo de aire en la asfixiante realidad de muchos países sometidos a criminales totalitarismos (España entre ellos, donde la película estuvo varios años prohibida). Con guion del español Jorge Semprún y tomando como argumento central el militarismo dictatorial de la Grecia “de los coroneles”, en la trama dramática de la película, pintar, dibujar o referirse a la letra zeta, “Z”, simbolizaba el compromiso de lucha por la libertad y contra el fascismo y, por tanto, era la imagen perseguida y prohibida por los esbirros de la dictadura, que sometían a los responsables a rigurosos procesos judiciales.

En Alemania, hoy, las autoridades políticas estudian la aprobación de normas que prohíban la utilización pública de la letra zeta, “Z”, porque se considera que su exhibición puede asociarse con un apoyo simbólico al ejército ruso, que la rotula en alguno de sus vehículos, y a la guerra que lleva a cabo con operaciones militares de invasión de Ucrania y, por tanto, dicen los alemanes y en breve sin duda dirán otros políticos europeos, cualquier muestra, rotulación pública, abanderamiento o exhibición que contenga, muestre, ondee o ensalce la letra zeta, “Z”, será considerada “símbolo del fascismo” y contraria a la opinión oficial de las autoridades europeas que ayer no más decretaron la enemistad institucional con Rusia y, consecuentemente, declarado delito su uso y sometidos los responsables a rigurosos procesos judiciales.

El ejemplo del disparatado empleo de las prohibiciones, sobre todo de símbolos y referencias polivalentes que solo adquieren significado interpretativo pasajeramente; la persecución legislativa de las adhesiones alegóricas de inmediata caducidad o la execración oficial de los valores simbólicos de determinadas opciones críticas, causa a veces el bochorno de la contradicción de considerar un mismo referente (“Z” como fascismo y “Z” como lucha contra el fascismo), y revelan la barata repentización y la veleidosa bandería de la inmediatez, que transparenta en demasiadas ocasiones la levedad del oportunismo político que pretende anular el rechazo a las opiniones “oficiales” por el mezquino procedimiento de la proscripción o el veto, o procurar adhesiones por el patriotero recurso del ensalzamiento institucional de cosas, gestos, símbolos, referencias, opiniones o actitudes.

Hay países llamados democráticos en cuyas leyes figuran prohibiciones, vetos y limitaciones que contradicen los ampulosos frontispicios que en sus umbrales constitucionales o declarativos anuncian el respeto a todas las libertades, entre ellas la de opinión. Por ejemplo, la negación de la Soah, delito en algunos países, constituye un grave ataque contra la libertad de expresión (por muy estúpida que ésta llegue a ser), lastra la calidad democrática y revela la debilidad de sus instituciones; el amurallamiento legal contra la crítica a reyes, príncipes y cohortes, como el que se produce en España y otros países sometidos al atavismo de monarquías hereditarias, cuya defensa solo puede lograrse con inviolabilidades y prohibiciones legales; el exceso de aforamientos judiciales de protección de políticos, que conlleva elevados índices de impunidad y propicia la creación legal de diferencias en el trato judicial; las manipulaciones históricas institucionalizadas, que crean un relato histórico a la medida de los intereses oficiales y manipulan, legalmente, la percepción de generaciones sobre la propia realidad; las normas basadas en las creencias religiosas, que colonizan el pensamiento y manipulan legalmente la escala de valores ciudadanos a base de anatemas en forma de leyes, pecados vestidos de delito y principios de autoridad sometidos a tiaras y aguas benditas, y otras mil situaciones que teóricamente pretenden la defensa de lo común y no son sino parapetos contra la libertad de expresión, muros contra el libre pensamiento y coartadas que apelan a la defensa de naciones, esencias, espíritus, comunidades o instituciones cuyas armas de razón, argumento, prueba, fuerza de la evidencia o fortaleza de la pedagogía son a veces inexistentes y otras lo suficientemente débiles, incompetentes o negligentes como para tener que recurrir a la prohibición, la amenaza y el delito como puntal hasta de la misma evidencia.

En un continente como Europa, sometido hoy a las presiones belicistas que su propia incongruencia ha creado durante décadas, enfrentada con la evidencia de la inutilidad del escarmiento que no ha sabido digerir y hundida en su incapacidad de aprendizaje, recurrir de nuevo a las banderas y a las adhesiones inquebrantables, a los unánimes coros del lamento y al humanismo de telediario, al patrioterismo economicista y ramplón y a la demonización acrítica o el endiosamiento sin fisuras, es tan inútil, tan vano y, a veces, tan ridículo, como prohibir la letra zeta, “Z”.

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