Se va acercando la Semana Santa y las cofradías y hermandades van haciendo los preparativos para tan magno acontecimiento. Alberto, como buen cofrade, va sintiendo la emoción y los nervios de poder cargar con el Cristo de su Hermandad. Para Alberto, su Cristo lo es casi todo. Va llegando el día y Alberto prepara su hábito con túnica y capa impecablemente planchada que ya ha dejado sobre su cama. El día señalado ha dormido sobresaltado, porque la emoción le ha impedido descansar mejor. Se lo pone lentamente, de forma ritual, solemne....es parte de la liturgia previa. Se ata el cíngulo alrededor de la cintura. Se enfunda los guantes y se coloca, la medalla de su cofradía. Esa medalla que le ha llevado media mañana limpiar, lustrar y abrillantar. Primero la besa, luego la mira, y la vuelve a besar... Es su distintivo, su señal de identidad. Pertenece a esa hermandad desde hace muchos años y se siente orgulloso de ello. Y antes de salir a la calle, coge el capirote. Está nervioso. No es para menos: en la procesión de hoy, será parte de los hermanos que llevarán al Cristo por las calles de la ciudad, cargándolo, sujetándolo, sufriendo...pero merece la pena. Ha hecho una promesa a su Cristo y quiero sellarla con el peso del sacrificio y el cansancio sobre sus espaldas.
Alberto ha entrado en la capilla titular de su hermandad. El paso está listo para salir. Mira a los ojos del Cristo fijamente. Parece que el Cristo también le mirara a él. Silencio. Nervios. Y mucha, mucha emoción. Allí está su Cristo, solemne. Es un Cristo esculpido en el siglo XVII, fruto de una escuela de imaginería de un barroco muy tardío. La madera tallada muy finamente, el cuerpo con mil y un detalles de la tensión del Cristo en ese momento de su pasión, cargando con la cruz. Los músculos y las venas marcadas, y las gotas de sangre... dan un aspecto de sufrimiento y de agonía, previa a la muerte en la cruz. Y el rostro, impresionante, doloroso pero majestuoso, expresa con la mirada los ojos llorosos, y la corona de espinas como corona real de quien es rey de los nadies y los condenados. Pero toda la escultura refleja una realeza de quien es rey de otro mundo, de otros valores, de otro reino...
La procesión está a la mitad de su recorrido. El silencio solo se rompe por el estallido repentino de los tambores de la banda, redoblando al paso de los cofrades. Las trompetas rompen definitivamente la noche gritando, chillando... estruendo que sobrecoge. Los hermanos desfilan con sus cirios y su cansancio. Uno tras otro, todos iguales, pero todos distintos. En cada hábito una historia, una persona, una vida.... Alberto ya lleva notando desde hace un rato el dolor físico por la carga del paso. Pero no se queja ni se va a quejar. Solo piensa en aguantar, y en ofrecer este sufrimiento a su Cristo. Se muerde los labios, cierra los ojos y otra vez, a levantar. Y otra vez, a parar. Nadie dice nada, pero el calor debajo del paso empieza a ser sofocante. Las gotas de sudor le van cayendo por la frente y se nota empapado por dentro. Pero no dice nada, ni lo va a decir.
Termina la procesión. El Cristo está otra vez en la capilla. Los cofrades alrededor. Abrazos. Alberto vuelve a mirar a su Cristo y no puede evitar que unas lágrimas de emoción recorran sus mejillas. ¡Que no haría por Él, por ese Cristo! Cierto bullicio rompe el silencio interior de Alberto. Hay alegría contenida y mucha satisfacción entre los hermanos por una buena procesión y sobre todo, entre los privilegiados que pudieron llevar la carga del Cristo sobre sus hombros.
Alberto vuelve de regreso a su casa. Camina por las calles desnudas de la ciudad, alumbradas por la pobre luz de las farolas. De pronto, ¡un susto! Un hombre durmiendo en un banco en la calle al lado de su casa. Unos cartones como almohada y un plástico cubre su cuerpo. Es una noche fresca. Una botella de vino a su lado sugiere que esa ha sido su compañía para entrar en calor. El hombre va mal vestido y está descalzo. Alberto se acerca. El hombre huele mal, va mal aseado, tiene barbas de días y un aspecto enfermizo. Es también un ser humano, una persona. Pero Alberto está muy cansado por hoy. Y pasa de largo....
Seguramente Alberto no cayó en la cuenta que aquel hombre podría ser otra imagen de Cristo, incluso el mismo Cristo. Doloroso, rechazado, marginado, sufriente, juzgado, condenado, apartado... Si lo hubiera sabido, seguro que se habría parado para cargar sobre sus espaldas con el peso de su soledad o de su hambre.... pero Alberto estaba muy distraído pensando en su Cristo...
Y Cristo, sigue siendo crucificado hoy en medio de nosotros. En cada ser humano juzgado sin defensa, golpeado por la vida, por sus malas decisiones o la mala suerte. En cada ser humano azotado por la humillación, la violencia, la enfermedad mental o las adicciones. En cada ser humano al que volvemos el rostro porque repite mucho las mismas cosas o simplemente porque no piensa como yo. En cada ser humano silenciado, ninguneado, golpeado, herido, desesperanzado.
Cristo sigue siendo clavado en una cruz cada día y en tantos lugares, que ya casi ni nos damos cuenta.
Pero al tercer día, el dolor se volverá esperanza, y la muerte, VIDA. Pero eso es otra historia. Aquella noche, era Viernes Santo... y Alberto se durmió con la satisfacción de haber cargado con su Cristo.
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