Cada día coge su mochila repleta de libros, la carga sobre un solo hombro a pesar de que en casa le repiten que el peso debe estar repartido para no lesionarse la espalda, exactamente lo mismo que le contaron unos médicos en aquella actividad sobre columna y salud que hicieron en el instituto hace un tiempo, coge una manzana del frutero y sale dándole mordiscos a la vez que dice en alto “me piro a clase”, dejando la puerta atrás.
Se dirige a grandes zancadas hasta la bocacalle donde quedan a diario para ir juntos; cuando faltan cuatro pasos se mira la melena, aún algo húmeda de la ducha matutina, en el reflejo de un escaparate, y al llegar allí se saludan con rapidez rutinaria mientras se van contando novedades unos a otros por el camino. Hablan de sus cosas, de preocupaciones, de cotilleos, y de Mates. Siempre las Mates, culpables de largas tardes de ejercicios, “es que no te enteras, que eso ya lo explicó la profe el otro día”. Pero a su amigo los números le gustan más en el recuadro superior de los lapiceros, informando de la dureza de sus minas, para poder sombrear sus dibujos de grupos de rock.
Hoy, entre otras cosas, tienen clase para aprender a detectar el acoso escolar y cómo reaccionar ante ello.
Al acabar la jornada se quedan un buen rato charlando a la puerta. No tienen prisa, pues las tareas de hoy se espabilan después de comer hasta la hora de entrenar.
No pueden adivinar que tan solo en unos días tendrán que olvidarse de sus mochilas, de su grupo, de su música… No imaginan que en un par de semanas serán entrenados a gran velocidad para cargar al hombro un arma pesada, para montarla en pocos segundos, serán aleccionados para zafarse del enemigo, aprenderán a disparar con rapidez…
Antes que ellos, otros chicos y chicas en el mundo cambiaron sus mochilas por armas; sus libros, que daban alas a sus mentes, por el pequeño visor de los fusiles; sus consignas de respeto, por órdenes de matar para defenderse. Antes de ellos, otras generaciones vivieron ese mismo infierno, esa dureza, esa crueldad, esa sinrazón de usar el máximo de medios al alcance para destruir, para aniquilar.
Ha pasado en otras latitudes, en otros continentes, y ha llenado de muertes las vidas, y la vida de desgracia.
Nadie de a pie sabe por qué empieza una guerra, nadie que se llame persona entiende las razones; se sabe apenas el motivo que se aduce para justificar lo injustificable, lo demás es estupor, es vacío, es sufrimiento.
Antes se pulverizaron otras ciudades, en nombre de qué o de quién, miles de personas empuñaron armas sin saber cuál era la excusa, y mataron sin querer matar porque el guion de ese teatro, en el que de un día para otro les cambiaron el papel que desempeñaban, así lo imponía…
Una guerra destruye todo lo que las personas durante años han construido. Deja devastación a su paso, en edificios, infraestructuras, economía…
Pero, el daño mayor, sin lugar a dudas, es que deja almas destrozadas para siempre. Deja venas rojas de odio en la mirada. Deja corazones desgarrados. Siembra mentes llenas de espeluznantes recuerdos. Semillas de rencor y de venganza que se esparcen, enraízan, crecen como abominables sentimientos. Se traspasa el umbral del respeto a la persona, y todo lo que significa, para convertirlo en nada, en un mero objeto a aniquilar. Y nunca, jamás, un ser humano, a ninguna edad, en ningún país, debería cruzar esa línea que borra de su alma el blanco Paz.
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