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Rusofobia
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Rusofobia

Actualizado 19/03/2022 09:26
Ángel González Quesada

“...por eso me entregasteis sin mirar

al mejor de vuestros hijos,

y por eso no me preguntasteis

por ese hijo ni una sola vez...”

ANNA AJMÁTOVA, ‘Para muchos’, en Réquiem, 1963.

Más peligroso, y mucho más calcinante, arrasador y profundo que la guerra de guerrear y las muertes de morir, es el progresivo empobrecimiento que el odio sin sentido asienta en el pensamiento de los que miran sin ver, los que abominan por decreto y maldicen en el alba y balan a la medianoche como rebaño hambriento de desprecio. La guerra que se libra hoy a orillas del Dnieper y el Danubio, tan fría en sus hogueras como transparente en sus rentistas, está asentando en las mentes desavisadas y las masas deglutidoras de frases, una suerte de ‘rusofobia’ tan estúpida como absurda, un irracional ultraje y vilipendio a todo lo que proceda o tenga su naturaleza, especialmente artística, en Rusia.

El ninguneo y desprecio que en algunas instituciones culturales europeas se está realizando contra la creación artística rusa, especialmente en cuanto afecta a la difusión de algunos aspectos de su creación, como la Literatura o la Música, es una de las más abstrusas consecuencias de una guerra que está teniendo la dudosa virtud de transparentar las mentes de muchos de quienes, hasta ayer mismo, se hacían pasar por gestores culturales. Suspender, anular o impedir conciertos por incluir obras de Tchaikovsky o Scriabin, Rimsky-Korsakoff o Galina Ustvólskaya, Rachmaninof o Prokofiev porque Ucrania está siendo atacada por tropas rusas es tan ridículo, presuntuoso y estúpido, que lleva a cuestionar muy seriamente el contenido profundo de la concepción manufacturada de Cultura que se tiene en muchos foros y en demasiadas mentalidades consumistas del nombre más que de la obra.

Obstaculizar, vetar o imposibilitar la difusión, lectura y extensión de obras literarias de la altura de las de Dostoyevski, Tolstoi, Liudmila Ulítskaya, Vasili Grossman o Turguéniev, constituye mucho más que un error de concepto o una lamentable y pueril asociación, porque incide, y deja en evidencia, que el conocimiento y disfrute de grandes obras de la Literatura, como Los demonios, La sonata a Kreutzer, Medea y sus hijos, Vida y destino o Primer amor, no se corresponde con la pasión que conduce, lleva y acerca a la gran Literatura, sino, sobre todo en algunos editores, bibliotecarios, profesores o críticos, con un posibilismo cambiante que altera, recoloca o infravalora en su interés, principios artísticos o capacidades intelectuales que ahora sabemos eran solo disfraces.

La memoria pasea por las obras artísticas disfrutadas una y más veces, especialmente por los libros rusos, memoria viajera del pasado y del hoy, y recuerda historias portentosas descubiertas en largas horas de lectura, que ninguna guerra, ninguna propaganda y mucho menos ningún interés geoestratégico o comercial podrán nunca agotar. Siempre ha enriquecido al lector auténtico el tesoro de la literatura en lengua rusa con personajes y episodios sorprendentes y con figuras de escritores cuyas vidas parecen fruto de la fantasía, admirables por sus sentimientos y reflexiones, entregados incondicionalmente a la vocación de transformar sus experiencias en belleza y verdad. Un cuento de Chéjov es capaz de transportar la imaginación sensible a la belleza a una esquina de Moscú donde, sin tiempo o en un día exacto de la Historia, la vida transcurre en una mirada, la duda de un paso o la caída lenta de la nieve...

Escuchar la Sexta Sinfonía de Piotr Illich Tchaikovsky, la Patética, es una de las experiencias musicales más hermosas y emocionantes que pueden disfrutarse, y es además una prueba evidente de que el talento humano, la capacidad artística y la sensibilidad, que tienen tanto que ver con la vida del creador y su nombre y su condena, están también mucho más allá de quien solo deletrea su apellido o del lugar y la sombra que lo vio alzarse vivo, aunque negar cualquiera de esos extremos negaría también parte fundamental de lo que constituye la esencia de su obra, lo que configura originalmente las tres últimas líneas de la partitura del cuarto movimiento o los oscuros fagots de la apertura, y no es nunca ajena a su creador y nunca ajena, tampoco, al hilo del mundo que lo conecta con nosotros.

Las censuras que en algunos lugares se ejecutan contra obras artísticas de autores rusos (contemporáneos o no) y, sobre todo, la ‘rusofobia’ que se está asentando en quienes, tal vez, nunca disfrutaron de la lectura calmada de un poema de Pushkin ni escucharon con los ojos cerrados un concierto de César Cui, no están sino reflejando un realidad tan doliente como el nominalismo vacío de la Cultura, la levedad de las convicciones masivas que, en los aspectos cada vez menos culturales y más consumistas y propagandísticos, se revelan oportunistas, mercantilizados y superficiales y, sobre todo, de una insustancialidad tal que mañana será capaz, sin duda, de implantar y ejercer cualquier otra fobia que quieran venderle con el pueril tocomocho de cualquier otra guerra.

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