El día de ayer tomaba café con una amistad relativamente no tan antigua. Si bien ya habíamos coincidido en otro espacio años atrás, no fue sino hasta el 2020 cuando nos volvimos a ver y debido a otras amistades en común comenzamos a frecuentarnos más, hasta el momento de la llegada del coronavirus a México y a partir de encontrarnos vacunados. Nuestras conversaciones, de modo invariable, siempre recogen experiencias valiosas relacionadas con lo que hemos hecho o lo que hemos visto. Tomar una taza de café equivale a entrar en un espacio dilatado y apacible. Los vasos comunicantes nos llevan de un dato a otro y a otro. Citas de películas, canciones, lecturas, viajes, se trenzan en un tejido firme y resistente. Ninguna jerarquía en esos casos se impone. Su experiencia profesional laborando para Inglaterra no está encima de la mía trabajando para China, ni la mía se pelea con la suya. Al hilo de todo eso, hace no muchas horas hablábamos sobre una tarea de mis estudiantes.
En este mundo representado por los autores literarios como un teatro, debido al artificio de la agudeza de ingenio y la tramoya para ofrecer una apariencia opuesta a la realidad, resulta poco frecuente encontrarse cara a cara con la verdad. La tradición en los usos y costumbres de los pueblos señala una ambivalencia en los discursos oficiales y no oficiales. No sabemos qué se esconde detrás de las palabras de las personas. Un intrincado sistema de códigos opera bajo una aparente narrativa sencilla, accionando distintos comandos en una pluralidad de capas por debajo de lo que ve el ojo y escucha el oído. La tragedia de saberse separado de la contemplación de lo absoluto se encuentra abordada por estos recursos falaces. Si bien, al mismo tiempo, esa condición humana ha hecho posible la poesía, la filosofía, las artes todas y las manifestaciones del alma y de la mente en su conjunto, con la finalidad de inquirir en lo que es cierto y descubrir, si esto cabe en el ser humano, el rostro de la belleza.
Cuando nos detenemos a reflexionar sobre el significado de la vida y sobre otros temas recurrentes como la trascendencia, la muerte y la felicidad, el aparato de las especulaciones surgidas con el paso de los siglos no se puede calcular en su número, peso y medida. Como el mar y el cielo, nos sobrepasa. Pero una disquisición no muy compleja nos permite atisbar algo del asunto. El reflejo de nuestras obras humanas en alguna medida será apreciable para las generaciones futuras. Antecediendo a nuestras personas, nuestras obras hablarán por nosotros. Esas obras, como las piedras rodantes de los siglos, seguirán su curso por el plano de la existencia movidas por ese impulso inicial de sus creadores. Ellas le darán voz a nuestros labios cuando se hayan apagado nuestros enunciados bajo el mármol de la memoria. Así como esas obras seguirán instruyendo a las generaciones por venir y serán alegría para nuestro recuerdo, a la sombra de su figura los pájaros del futuro bajarán del cielo para reposar y desembarazarse a la mitad de sus jornadas.
La lectura del cielo y la tierra ha precedido a la lectura del alfabeto escrito. Incluso en términos de oralidad y escritura, de algún modo esto sigue vigente cuando nos detenemos a considerar la viveza de las palabras orales frente a la rigidez de las escritas. El libro abierto de la vida sucede continuamente en un movimiento renovado instante a instante hasta el infinito. Un árbol al final de la calle siempre nos robará un momento de contemplación de su figura misteriosa elevada al cielo, como un grito congelado en la madera de sus hojas verdes y sus frutos vivos. Cada vestido negro de la noche nos permite intuir su figura de una diosa indiferente y lejana. El tiempo, pesado como mil monedas de oro, hunde nuestros hombros para abajo con su plomo inmisericorde. Pero la palabra escrita carece de todo.
“La mujer que llegaba a las seis”, de Gabriel García Márquez, nos conserva el espíritu del autor colombiano tan vibrante e inquieto como hace más de un tostón de años. El recogimiento del restaurante de José a esa hora nos sigue inspirando sentimientos encontrados, vacilaciones, incertidumbres, remordimientos, tal vez, cavilaciones parecidas a las de todas las mujeres y los hombres de todos los siglos. Este cuento ha sido meditado profundamente por mis estudiantes del Curso Tercero de Soochow University el semestre pasado de otoño-invierno. La semana siguiente, todos sus ensayos los editaremos bajo la forma de un libro. Sus contribuciones suman 22 colaboraciones. Los nombres de los autores los tenemos a continuación, Alicia ???, Carla ???, Carolina ???, Celeste ???, Diana ???, Eloísa ???, Fátima ???, Hector ???, Irene ??, Iris ??, Isabella ???, Jessy ???, Lidia ???, Lina ??, Lucía ???, Maya ???, Missouri ???, Roberto ???, Ruth ???, Sigrid ???, Silvia ???, Yolanda ??. Por el momento, el volumen no saldrá a luz, no contamos con un sistema editorial para hacerlo visible al público sin perjuicio de sus derechos de autor. Pero precisamente con ese objetivo hablamos de la publicación en la columna. Buscamos medios para llevar esta obra de una calidad inapreciable tanto a las demás universidades chinas donde se enseña el español, como a otros niveles educativos tanto del país como extranjeros. El mérito del libro radica en su calidad de testimonio de un ejercicio de pensamiento chino con base en una pieza narrativa latinoamericana, que por partes iguales nos permite apreciar valoraciones latinoamericanas desde el punto de vista chino, como valoraciones chinas motivadas por un cuento colombiano. Las palabras clave del volumen las citamos en nuestra columna de la semana pasada.
El día de ayer en el café de mi amistad, mencionamos la palabra “resonancia” como una cualidad de nuestros actos, propagándose por medio de la física de la vida hasta los bordes de la existencia. Los ejercicios letrados de mis estudiantes los percibo como una magnífica percusión de unos tambores de guerra. La pedagogía no es otra cosa sino una batalla, un enfrentamiento, un medirse de fuerzas con el oponente. Solo con este toque de belicismo la experiencia educativa ofrece atractivo y asombro. El maestro debe oponer la fuerza suficiente para contenerlos en la medida de sus límites, pues ellos cuentan con la capacidad de derrotarlo y aplastarlo. Los estudiantes deberían dedicarse a eso, a hacer naufragar a sus profesores en las islas de la derrota. Los jóvenes, por su mera virtud de la edad, tienen una estrella brillantísima y majestuosa en sus ojos y sus corazones.
Si algún lector de la columna me preguntara qué es la verdad, o dónde está la verdad, yo respondería con una imagen. Dónde no podemos ver la verdad si no es en la capacidad de distinguir las cosas como son, ajenas a lo que creemos que son, despojadas de todo juicio exterior. Y cómo no podemos conseguirlo si no es por medio del fortalecimiento de nuestro corazón y mirada para apreciar las cosas sin modificarlas a nuestra voluntad. Si la paz anida en nuestra mente, la memoria, la voluntad y el entendimiento sabrán reconocer los objetos tal como aparecen. Esta enseñanza la he recogido de mis estudiantes. Sus observaciones serenas y bondadosas, han arrojado luz sobre el escenario del restaurante de José. La dama y el hombre conversan en la barra. La luz de la tarde, cansada, se desploma en la ventana y corta con su juego de sombras las mesas y las sillas. La dama mira a José cuando él se ha dado la vuelta. Él la sigue mirando aunque le ha dado la espalda. Un cliente acaba de cruzar el umbral del restaurante. Esa tarde de Colombia, tan simple e intrascendente para el orden mundial, sigue doliéndole a todos los lectores.
Xalapa, Veracruz, México
26 de febrero de 2022
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