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Pregón íntegro de Jesús Hernández para la Peña Puerta del Desencierro
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CIUDAD RODRIGO | PRECARNAVAL CULTURAL

Pregón íntegro de Jesús Hernández para la Peña Puerta del Desencierro

Actualizado 22/02/2022 22:19
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El pregón fue pronunciado a última hora de la tarde del martes en el Teatro Nuevo Fernando Arrabal

Estimadas autoridades; miembros de la Peña Puerta del Desencierro, Porteros mayores, mirobrigenses y, como diría mi admirado Nino, “foráneos si los hubiere”… Amigos. Buenas noches.

Tengo que confesar, en primer lugar, que, cuando Julete me propuso ser el pregonero esta noche, quizás actué con mayor precipitación de la que suelo emplear. Prueba inequívoca es que a la media hora escasa de darle el “si” ya me estaba arrepintiendo de ello. Y es que cuando uno recuerda la saga de pregoneros que antes de mí se hicieron cargo de este acto, aparece una lista tan imponente de nombres y de hombres y mujeres que es normal que, de un modo u otro, sintiese ciertas dudas sobre mi capacidad para estar a la altura del listón que habían marcado personas como Antonio Custodio, José Antonio Martín Sánchez, Ricardo Bravo, Ignacio Mª Domínguez, Jesús García Sánchez, el inolvidable Tato Fiz y tantos otros…

Unas horas después, algún extraño mecanismo mental de defensa hizo que olvidase esos temores, y, como sucede en los dibujos animados, un demonio y un angelito bailaban cada uno al lado de una de mis orejas… el demonio me reconfortaba, convenciéndome de que la evolución de la variante Ómicron impediría la celebración del Carnaval y me liberaría del “embolao”…

El angelito, por su parte, volcaba sobre mí su enojo y se escandalizaba de que utilizase tan terrible pandemia para esquivar mi compromiso. Y esta vez fue el angelito quien ganó la batalla…

Y es que es mucho lo que nos ha quitado esta maldita plaga. Aparte, por supuesto, de lo más importante, de las vidas que se ha llevado por delante; aparte del sufrimiento de quienes, por meses, abarrotaron las UCIs de todos los hospitales, aparte de todo ello nos ha quitado algo tan significativo como la cercanía de la que siempre hicimos gala en nuestras relaciones. Nos ha quitado miles de besos con nuestros padres y con nuestros hijos; miles de abrazos con los amigos a los que hemos podido ver y también con aquellos a los que las restricciones de movimientos nos han privado de ver. Comidas de amigos, cenas de empresa, esas rituales e inveteradas partidas de cartas en el café de siempre… Un no-Carnaval que siempre recordaremos, dos Semanas Santas sin procesiones, Santos sin hogueras, Teatros cerrados, cines cerrados, iglesias con aforo limitado dando la paz con un simple movimiento de cabeza… privados de ese contacto físico del que en el sur de Europa hacemos seña identitaria…

Y, calibrando todas estas pérdidas, como digo, el angelito me convenció de que es tanto lo que nos ha quitado que no estaba dispuesto a que me quitase más, a que me quitase también el placer de estar esta noche en vuestra compañía. O, mirándolo desde el otro punto de vista, a que me privase del cumplimiento de mi obligación de escribir el pregón, viese o no viese la luz. Así que cuando el Sr. Alcalde anunció que el Carnaval se celebraría, la noticia me cogió ya dispuesto a hacerle frente y, casi, con los dedos en las teclas.

En resumen… recurriendo a los latinajos: “Alea jacta est” la suerte está echada y yo soy el hombre “Ecce homo”... Para su suerte o para su desgracia, como destinatarios más inmediatos de este pregón, me ha tocado a mí intentar que los próximos minutos sean agradables o sean, tampoco un suplicio, pero si un tostón… Ni les puedo prometer lo primero ni les puedo asegurar que no ocurra lo segundo… Lo único que les prometo es, en lo posible, brevedad, pues si las buenas faenas han de ser breves, más lo han de ser las de puro aliño…

Ese cierto temor que sentía a la hora de enfrentar este pregón era debido, sin duda, a la relevancia de la Peña Puerta del Desencierro, una de las veteranas de nuestro Carnaval y al prestigio y altura que ha sabido darle a este acto, nivel al que lo han elevado tanto quienes me han precedido en el uso de la palabra, con magníficos pregones, como la propia Peña, rodeando este acto de unos rituales que lo engrandecen. El reconocimiento a la experiencia y la sabiduría carnavalera encarnado en el nombramiento de Porteros y Madrinas, el recorrido solemne de la comitiva al son de la gaita y el tamboril de mi estimado José Ramón Cid o el acto mismo de la reunión bajo el Árbol Gordo son muestras de ello. Una relación, la de la Peña con el Árbol Gordo que bien puede calificarse sin duda como de “amor más allá de la muerte”, pues aunque otra recordada pandemia, la de la grafiosis, debilitó y acabó llevándose por delante al olmo viejo, al olmo centenario que cantase Machado, los peñistas siguen fieles a la cita si no con el árbol en sí, si con el espíritu que allí sigue flotando, iniciando cada año los actos de este pregón bajo la sombra de su recuerdo.

Una peña, la que hoy nos convoca, que, sin duda, estaba condenada a nacer, hace ya más de 40 años. Porque cuando un grupo de personas comparte las mismas aficiones a los encierros y desencierros, el mismo escenario para sus alardes, nuestra Calle Madrid, y el mismo portal como punto de encuentro donde compartir sustos y comentarios, el portal de Abarca, es lógico que surja una cierta afinidad entre ellos y que, al cabo, nazca la Peña, como canalización de esa afición y de esa amistad. Hace unos días estuve mirando una fotografía de los miembros fundadores de la peña, en 1980. Y como siempre que se observa una fotografía de cierta edad, resaltan sobre todo las ausencias… Bastantes eran las caras que ya no podremos volver a contemplar. Entre ellas algunas personas especialmente queridas por mí, como José Luis Abarca, quien tantas manos me echara cuando lo necesité, en mi etapa de Concejal de Cultura. O Pepe Vegas, gran amigo de mi familia y compañero, por muchísimos años, de mi padre, en la Adoración Nocturna. Y también, por supuesto, Toño Villares… Creo que ninguna persona captó tanto mi atención cuando era pequeño como Toño. Siempre que llegaba a casa para arreglar algún mueble o para instalar alguno nuevo para mis padres, me sentaba frente a él y no le quitaba ojo el tiempo que tardase en hacer su tarea. No sé si a los profesionales les molesta sentirse observados mientras trabajan, pero sé que mi madre siempre me decía lo mismo: “Deja a Toño que trabaje tranquilo”… lógicamente yo no le hacía caso y allí me quedaba, sin apartar mi mirada de aquellas diestras manos mientras manejaban la gubia o mientras sacaban a la madera, con el cepillo, aquellas bellas y perfectas virutas espirales, finas como el papel, que luego me encargaba de guardar antes de que alguien las barriese, para darle un aire más “profesional” al viejo cuarto donde hacía mis maquetas con una pequeña sierra de marquetería... Toño fue el culpable de que, a mis nueve o diez años, yo no quisiera ser otra cosa en la vida más que un buen ebanista.

He mencionado antes que uno de los ritos de este acto es el reconocimiento a la trayectoria de quienes han contribuido a mantener, con su trabajo, las esencias del Carnaval; de aquellos que han sabido conservar y engrandecer nuestras tradiciones. El premio a la experiencia y la sabiduría de aquellas personas que han pasado su vida bajo el sol del campo, entre toros, caballos y faenas ganaderas, en muchos casos abriendo surcos con sus botas y regando la tierra con su sudor.

Es la “casta de los patriarcas” a la que cantase nuestro poeta Alejo Hernández:

“Solemnes y apacibles / van entrando los viejos patriarcas

Ellos vieron las épocas triunfales / -pretéritas y claras-

en que mi abuelo AL Regajal pusiera / con noble empeño las primeras vallas.

Ellos le vieron en las noches frías / mangar solemne su anguarina parda,

y en los albores claros del estío / montar su potro y acosar las vacas”

Todo ello significa el nombramiento de Porteros Mayores. Nombramiento que este año reconoce a Fulgencio Franco y a José Antonio Paniagua, “Viti”.

Fulgencio, a la vista está, es hombre de edad, aunque se conserve hecho un chaval. Sin embargo, y a pesar de esos años que suma, me atrevería a decir que ha vivido más de lo que cabe en los próximos que cumpla. Una vida dilatada, aprovechada y variopinta que le ha llevado a ejercer tantos oficios como inquietudes tuvo. Y lo curioso es que, en todos esos oficios, pocas veces necesitó maestros. Fue más su instinto y su natural inteligencia lo que le desveló los secretos de todos ellos. Fue peluquero porque en la mili aprendió, por instinto y por mandato, supongo, a cortar el pelo a los reclutas. También por intuición fue agricultor, albañil y cortacino. Ese mismo instinto le llevó a formar una ganadería de bravo. Finalmente, el instinto le llevó a convertirse en lo que una entrevista que he podido leer recientemente en internet denominaba “El Señor de los cabestros”… así es, Fulgencio crio (o creo) los mejores cabestros de la zona y a las órdenes de su voz se convirtieron en un disciplinado ejército para admiración de quienes les vieron evolucionar guiando a las reses en tantos y tantos encierros.

Y, además de esos oficios, el triunfo de ese instinto se aprecia también cuando uno se adentra en su taller de Bocacara. Aunque él se considere un mero diletante “arrimado al artesano” sus piezas demuestran algo más que una simple afición. Sus famosas garrochas trabajadas a golpe de cepillo, están repartidas por toda la geografía taurina, Sudamérica incluida. Sus collares de cencerros y cinturones de cuero punteado y troquelado, sus trabajos en cuerno labrado, sus gaitas, de diversas maderas y excelente sonoridad, son verdaderas obras de arte. Hombre de fácil palabra, conversación amena y memoria intacta, muestra orgulloso su trabajo al visitante porque, como decía él mismo en la entrevista que antes cité: “Al artesano no se le paga nunca lo que vale su trabajo. Trabajo más por la ilusión que por lo que vale. Es la ilusión de hacer y poner lo que me mueve”

Con José Antonio Paniagua, con “Viti”, he coincidido frecuentemente en casa de Samuel, en la Calle Toro, bajo el imponente retrato del otro Viti, de “Su Majestad” Santiago Martín. Pero a pesar de esas coincidencias, poco trato verbal he tenido con alguien como él, que es de los que prefieren escuchar a hablar. Hemingway decía que “El hombre tarda dos años en aprender a hablar y sesenta en aprender a callarse”, pero yo creo que nuestro protagonista tardó mucho menos. En esas visitas a Samuel, si, para su desgracia, había fútbol en la televisión, la visita era breve, ningunos colores le quitan el sueño y el balón no le interesa en absoluto. En otros casos era Samuel el que le tiraba de la lengua sacando el tema taurino. Y “Viti”, que, como he dicho solo habla cuando tiene algo que decir, ahí si entraba al trapo.

Aficionado incansable a nuestro Carnaval y corredor impenitente de encierros y desencierros, esta afición le ha costado algún que otro susto, y su piel ya almacena tres o cuatro de ellos en forma de cicatriz. Uno de ellos sucedió precisamente frente a la Peña que hoy nos acoge, cuando, según “Viti”, el toro fue inspeccionando los portales hasta que dio con él. “Viti”, ¡¡Recuerda que el lunes tienes una cita con estos señores y cuídate hasta que puedan cumplir con la tradición de entregarte los atributos de Portero Mayor!!.

La otra gran pasión de “Viti” es la caza, la caza con galgos, en concreto, galgos de los que hasta hace no mucho fue un gran criador. En la comida que compartimos no hace muchos días con los miembros de la Peña Puerta del Desencierro, José Ramón Cid le describió como “el último galguero de Ciudad Rodrigo”.

Es poco el tiempo que he podido compartir con ellos dos, por lo que valga lo dicho para expresar mi reconocimiento hacia ellos y al mismo tiempo, agradecer a la Peña Puerta del Desencierro la posibilidad que con este acto me ha dado de conocerles y de empezar a forjar una amistad que espero sea más fuerte con el tiempo, sería la más grata consecuencia para mí de este pregón. Todo un placer, Porteros Mayores Fulgencio y Viti y Madrinas.

Y una vez hechas las presentaciones, pasemos a la que es labor propia del pregonero, esto es, y según la Real Academia, hacer notorio en alta voz lo que se quiere hacer saber a todos. Somos muchos los que, cada año, pregonamos el Carnaval, ya sea de forma individual o de forma colectiva, como la murga, cuya función, según la vieja copla de 1944, es ser “clarín pregonador de los festejos”. Desde ese año, precisamente, lleva ejerciendo esa grata labor la Rondalla Tres Columnas, a la que me honro en pertenecer, aunque últimamente me haya tomado algunos años sabáticos, y a la que dedico un emotivo recuerdo.

Pero, además de los pregones, hay otros signos o indicios que, año tras año, van anunciando el Carnaval que llega. Son esa serie de fiestas, engranadas como las cuentas de un collar, que entre hogueras, bailes y devociones, nos van acercando a las fiestas por venir. La primera de esas señales se producirá durante la subida de nuestro Santo Patrono San Sebastián, al paso de la imagen por la Plaza Mayor, cuando el reloj suelto despierte de su letargo y comience a poner a punto la sonoridad de su broncíneo cuerpo, ése cuyos sones habrán de anunciar, más tarde, el desarrollo de los encierros y desencierros. Unos días después, San Antón, la primera de las hogueras de vísperas rituales en estas fechas. Tres días después, San Sebastián, nueva hoguera, nuevos golpes de badajo del Reloj Suelto y, para ir calentando los ánimos, la esperada interpretación del “Forastero” por la Banda Municipal, al despedirse de la Corporación. Apenas dos semanas más y nueva hoguera, nueva devoción, esta vez al santo obispo de Sebaste, San Blas, de la que saldremos ya con la gargantilla que protegerá nuestras gargantas hasta el miércoles de ceniza y estaremos prestos para recibir al Carnaval que nos abordará en unos días. En este rosario de festividades, incardinadas en la época del año en que los días comienzan a hacerse más largos, y que anuncian el reinado de la luz sobre las sombras, se reconoce un cierto elemento ancestral, atávico, común a todas ellas, encarnado en la hoguera, el vino y la música…Son aquellos rituales que han quedado enmarcados en la jornada de vísperas, como si el respeto a la devoción religiosa impidiese invadir el día de la festividad y mezclar con ella ritos de sabor pagano.

La hoguera, el fuego, uno de los cuatro elementos básicos. El rito purificador por excelencia que se alimenta de los despojos de otro de nuestros “tótems”, la encina, el árbol sagrado, convirtiéndolo en rescoldo y cenizas como símbolo de lo efímero. Fuego que transforma, fuego que destruye, pero que también calienta y crea.

El vino, sublimador de los sentidos y puerta de acceso a otras consciencias. Vino que como componente esencial de esta liturgia, es compartido por los integrantes de ese círculo alrededor del fuego, especie de comunión profana. Vino que simboliza otros dos elementos básicos, el agua en su condición de líquido y la tierra en la que hunde sus raíces la vid.

La música, como forma de comunicación entre los hombres y con las divinidades. Música que torna cambiante la atmósfera circundante, convirtiéndola de alegre en triste, de relajada en solemne, de pacífica en belicosa. Música de gaita y tamboril que empapa el aire de sonidos ligados a la memoria colectiva y que no es, en sí misma, más que aire, simbolizando así el cuarto de los elementos.

Y, una vez que estas festividades han cumplido ya con su función de prólogo o introito, llega el Carnaval. Históricamente, siempre se ha buscado el origen del Carnaval en antiguas festividades romanas, como la saturnalia o las lupercales, caracterizándolo como un paréntesis en el orden social y moral, unos días de transgresión, un periodo de permisividad y cierto descontrol, de subversión de los valores establecidos, pero este intercambio de papeles que lo justificaba en la inmovilista sociedad medieval no basta para justificar su pervivencia en una sociedad permeable como la actual dominada por las clases medias. También, en las sociedades cristianas, se señala el Carnaval como la última oportunidad de dar rienda suelta a los coqueteos con la gula, antes de la llegada de los rigores cuaresmales, pero hoy, el ayuno y la abstinencia no son lo que eran, e incluso entre quienes eligen seguir con la observancia de dichos preceptos, el rigor, el nivel de exigencia, no es tan alto como lo fue. Hoy se ayuna más por mantener la línea que como forma de sacrificio por imperativo religioso.

Y, privado de estos elementos justificativos, el Carnaval, ausente de espontaneidad y convertido en cierta rutina, corre el riesgo de deformarse. Julio Caro Baroja decía: “Mientras el hombre ha creído, de una u otra forma, que su vida estaba sometida a fuerzas sobrenaturales, el Carnaval ha sido posible. Desde el momento en que todo se reglamenta, hasta la diversión, siguiendo criterios políticos y concejiles, atendiendo a ideas de “orden social”, “buen gusto”, etc… el Carnaval no puede ser más que una máquina de diversión de casino pretencioso. Todos su encantos y turbulencias se acabaron”. Y tenía razón el ilustre antropólogo vasco… Porque, aunque veamos estas fechas pobladas de festejos, bailes y disfraces por toda la geografía nacional, la gran mayoría de esos “carnavales” recientemente recuperados o recientemente instaurados no pasan de ser esa “máquina de diversión de casino pretencioso” que señalaba Caro Baroja. Fiestas con pocos actores y demasiados espectadores que carecen de un elemento esencial, de un elemento diferenciador que les dé entidad distinta a las demás fiestas que pueblan el calendario.

Ese peligro de que el Carnaval se diluya creo, afortunadamente, que está lejos de suceder en Ciudad Rodrigo, que sí que cuenta con un claro elemento diferenciador, un elemento que lo justifica, como es el toro. En una tierra como la nuestra donde desde la más lejana antigüedad los wetones se encargaron de dejar patente su condición ganadera, legando a la posteridad sus famosas y ubícuas esculturas zoomorfas, en una tierra donde todo se ha celebrado desde siempre de la misma forma, ya sean los nacimientos de príncipes o infantes, los desposorios de los reyes, las alegrías de la paz o las victorias en la guerra, en un sitio así, digo, no se podía celebrar el Carnaval de otra forma que no fuese corriendo toros por las calles. Así debió acordarse algún día, Dios vio que era bueno... y así permaneció. No recuerdo cuando se decidió que nuestras fiestas se llamasen Carnaval del Toro de Ciudad Rodrigo, pero fue una sabia decisión; llamarle simplemente Carnaval de Ciudad Rodrigo hubiese sido darle un nombre demasiado genérico, demasiado simple, al más especial de los carnavales.

Y se lo dice alguien como yo que, además de no ser ningún entendido en materia taurina, tiene, por decirlo de alguna manera, un problemilla con los toros. De la misma forma que a otros les pica de pequeños el gusanillo de lo taurino, a mí, no es que me picase el bicho antitaurino, no, por supuesto... pero sí que resulté afectado del virus del miedo, del pánico a los astados. Podría afirmar que la última vez que vi tranquilo un encierro fue de pequeño, cuando mi madre me llevaba a verlos en la terraza de mis padrinos, Pepe Seisdedos y Martina, en la calle San Pelayo… Dada mi poca afición, quizás hubiese podido pasar sin verlos, pero creo que ver aquel encierro legitimaba de alguna forma lo que venía después, la visita a los cochecitos en la feria y alguna que otra chuchería, en aquellos carnavales infantiles que sonaban a música de tiovivo y olían a manzanas de caramelo, algodón de azúcar y almendras garrapiñadas. Carnavales que ya se pierden en las nieblas de la memoria. Días extraordinarios en los que, a cada paso, respirábamos emociones nuevas que luego parecían tardar siglos en repetirse.

Más tarde, años después, el Carnaval parecía cambiar y agrandarse ante nuestros ojos, mientras, olvidados ya los cochecitos, nos aventurábamos en las más fuertes emociones del vaivén y las casetas de tiro. El Carnaval ya no sabía a dulces, sino al sabor de los primeros cigarros a escondidas y olía a la goma caliente de los chocones y al humo acre de los petardos, y sonaban sobre todo al tintineo de las monedas que, por primera vez, sentíamos, orgullosos, en nuestros bolsillos.

Y, casi sin sentirlo, el Carnaval empezó a saber, poco después, a cerveza, a besos furtivos, muchas veces robados, y al gusto de los primeros desengaños. Fue por entonces cuando comenzamos a paladear el agradable sabor de la libertad recién recobrada. También sabían a perrito caliente y hamburguesas mientras, como presagio de una condena impuesta a perpetuidad, empezaban a oler a masaje de afeitar. Sus sonidos eran los de las risas sin sentido compartidas, las primeras y tímidas palabras de amor y la música de Donna Summer. Y durante algunos años veías como los únicos cambios apreciables consistían en que los besos ya no eran aquellos primeros y dejaban de ser furtivos, tu piel se había acostumbrado ya a las hojillas de afeitar y Donna había sido reemplazada por la Movida. Y después de un tiempo… el gin-tonic, el vermouth del Casino, los huevos fritos con farinato para desayunar entre amigos, largas comidas y sobremesas aún más largas, haciendo tiempo para el desencierro. Y de nuevo los cochecitos, el carrusel y las chucherías para contentar a alguna pequeña criatura que ha venido para llenar tu vida.

Pero durante todos esos cambios, incluso ahora en que he llegado a esa edad que obliga a contar y a espaciar los gin-tonics, sometiéndolos a una prudente distancia de seguridad, a tener cuidado con los huevos con farinato y someterlos a un riguroso “de vez en cuando” que antes no necesitabas, esa edad que te obliga a acostarte a la una porque el cuerpo ya no recupera como solía… incluso ahora, digo, se mantiene el encierro como elemento legitimador. Aunque, dada mi aversión a subirme a la agujas, los vea en el Registro detrás de una maraña de pares de piernas que apenas dejan vislumbrar algún cuerno, ver el encierro es saber que no estoy en una fiesta cualquiera, el toro justifica y da entidad propia al Carnaval y no verlos convierte estos días simplemente en unos días de fiesta, lejos de lo que representa el Carnaval del Toro de Ciudad Rodrigo.

Elevemos, pues, al toro al puesto que le corresponde, a la cúspide del Carnaval. Con el respeto que se le debe al Rey de la Dehesa, y apartándonos de todo exceso o maltrato que pudiese comprometer la fama del Carnaval y la integridad y la dignidad del propio toro bravo, pero, a la vez, sin caer en estúpidos complejos y sin dejarnos influenciar por malintencionadas o ignorantes críticas; antes bien, sintiéndonos herederos y depositarios de esa “Cultura del toro” que subyugó a artistas como Federico García Lorca, Pablo Picasso, Francisco de Goya o Ernest Hemingway...

No quiero cansarles más y me voy despidiendo, pero antes quiero dedicar un recuerdo a todos aquellos que nos han dejado desde el último Carnaval, por la pandemia o por otras causas. Y quiero hacerlo tomando prestados unos versos que leí en el pregón que hace unos años realizó para esta Peña Carlos Ortega Parra:

“Señor de vivos y muertos

haz que cesen un momento

los cánticos celestiales

para que lleguen a ellos

los ecos del Reloj Suelto,

¡que estamos en carnavales!”

Que así sea. Que los que están allí arriba puedan oír el Reloj Suelto, que a los que aquí quedamos nos sigan despertando tantas emociones los golpes de su badajo y que tengan todos unos días de diversión, en paz y con salud.

Para todos, mirobrigenses y forasteros, ¡¡Feliz carnaval!! Muchas gracias y buenas noches.