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Qué pasa en Ucrania
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Qué pasa en Ucrania

Actualizado 31/01/2022 07:20

El ciudadano de a pie oye hablar de la crisis de Ucrania y, por miedo a decir alguna inconveniencia, prefiere guardar silencio. Sería presuntuoso por mi parte decir que conozco de antemano el final de esta situación. Lo que pretendo es aportar unos antecedentes históricos para terminar dando mi particular opinión sobre el desenlace más probable –y deseable-de esta inquietante crisis internacional.

Situada en el suroeste de la antigua URSS, con salida al mar Negro, Ucrania es una de las repúblicas socialistas que integraban la Unión Soviética. Formaba la URSS todo un bloque de territorios, de influencia bolchevique, llegados al poder tras la revolución que acabó con la Rusia de los zares y perduró, con más de un amago secesionista, hasta 1991, dos años después de que desapareciera el telón de acero.

Después de la caída de los zares, la influencia de la religión originó un movimiento centrífugo que concentró en Ucrania una masa de ciudadanos que huían de la presión religiosa –y también recaudatoria- auspiciada desde la católica Polonia, con dos etnias bien diferenciadas: la partidaria de asociarse con la Europa Occidental y la eslava, partidaria de la nueva Rusia. La lucha interna entre las dos etnias hizo que en Ucrania no hubiera total oposición a integrarse en la URSS en 1917 ni a separarse de Rusia en 1991.

Una vez declarada la independencia de Ucrania, su nuevo gobierno se declara partidario, por primera vez, de la integración de Ucrania en la OTAN y en la Unión Europea. Sin embargo, cuando este nuevo gobierno reclama la propiedad de la parte que le corresponde de la Flota del Mar Negro, y de las armas nucleares allí asentadas, Boris Yeltsin abandona la aparente imparcialidad rusa y apoya con tropas rusas a la etnia pro rusa establecida en Crimea. Los conflictos internos y la mala situación económica abortaron el intento dando lugar a unas nuevas elecciones de las que salió un gobierno partidario de la alianza con Rusia y contrario a la cooperación con la Unión Europea.

En ese tira y afloja –para no defraudar, aquí también hay corrupción- discurre la corta etapa de independencia en Ucrania hasta que, en 2014, los partidarios del acercamiento a Rusia promueven desórdenes especialmente graves en la península de Crimea, contra el nuevo gobierno de Kiev. De nuevo Rusia, esta vez por iniciativa de Putin, acude en ayuda de los insurgentes y, con el pretexto de garantizar la seguridad de los ciudadanos rusos habitantes de Crimea y la de las bases militares allí establecidas, refuerza con más tropas la región hasta que, el 18 de marzo, el parlamento de Crimea y la cuidad de Sebastopol firman con Putin el acta de adhesión a Rusia de estos dos enclaves ucranianos.

De nuevo, Rusia había empleado la política de los hechos consumados. Reuniones de urgencia del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, del Parlamento Europeo, peticiones del gobierno de Ucrania, amenaza de sanciones económicas a Rusia, bla, bla, bla... De momento, Rusia paga a occidente con restricciones a la importación, pero tiene salida al Mar Negro y exporta su gas a Alemania, y a las tres cuartas partes del resto de países occidentales –incluida España- precisamente por un gaseoducto a través de Ucrania.

La historia se repite y Putin no se resigna a ser el perdedor de la jugada. La caída del muro de Berlín, catalogada por occidente como una debilidad del gigante comunista, fue “tolerada” en su día por los jerarcas rusos con el pretexto de que la OTAN se comprometía a no admitir como socio a ninguna de las naciones que habían recuperado su verdadera independencia. Ignoro los términos de aquellos acuerdos, pero lo único cierto es que tal condicionante no figura por escrito en ninguno de los tratados firmados por las dos partes. ¿Qué clase de libertad tendría un país independiente y demócrata que no pudiera decidir con qué organismos internacionales puede firmar alianzas? De momento, Albania, Bulgaria, República Checa, Estonia, Eslovaquia, Eslovenia, Hungría, Letonia, Lituania, Montenegro, Macedonia, Rumanía y Polonia – Turquía está “con alfileres”- ya son miembros de la Alianza Atlántica. El antiguo paraguas ruso se ha ido diluyendo poco a poco. Ucrania reitera su deseo de unirse a occidente. Putin siente demasiado cerca la tenaza y ha gritado: ¡Basta!

Con envoltura occidental, pero con hechos despóticos, Putin acaba de lanzar un nuevo órdago a la OTAN. Nada menos que 100.000 hombres, y su correspondiente aparato logístico, son demasiados medios para defender la minúscula frontera que separa a Crimea de Ucrania. Materialmente, no caben. Para impresionar a occidente y amenazar a nuevos disconformes, redobla el despliegue también por el Báltico. Son las dos únicas salidas que tiene la flota rusa hacia occidente –que es por donde se le marchan sus antiguos súbditos- y no puede dar más señales de debilidad. Hay que frenar a la OTAN.

Amortiguadas las protestas por la ocupación de Crimea, Rusia sabe que el artículo 5 del Tratado de Washington habla, específicamente, de “ataque armado contra uno o varios de los miembros…” La particular interpretación de los soviéticos es que nunca atacan directamente, sino que ocupan “pacíficamente” un territorio cuyos ciudadanos “ven sojuzgados sus derechos y libertades”. De ahí que las resoluciones del Consejo de Seguridad –en el que Rusia tiene facultad de veto- tengan un valor más protocolario que efectivo.

Personalmente, creo que Putin estaba decidido a efectuar unas “maniobras” en Crimea -que considera “de facto” territorio integrante de la Federación Rusa- para acabar ocupando toda Ucrania con el mismo pretexto. El clamor de todo el mundo occidental, con EE.UU. al frente, ha originado un despliegue de tropas de la OTAN, próximo a la zona de conflicto, que ha frenado las intenciones de Putin. La magnitud de los despliegues de cada bando no es representativa del potencial que cada uno tenga tras de sí. Hoy existen medios para que los efectos se sientan inmediatamente en el teatro de operaciones.

Detrás de todo conflicto armado, por mucho que se aduzcan justificadas razones sentimentales, siempre subyace un interés económico. Rusia ve peligrar la integridad física de la Federación resultante al final de la URSS, a la vez que su economía lucha –como la de todos- por sobrevivir en un mundo dominado por una exigente competencia. Las dos razones están muy unidas; Putin lo sabe y traza su plan. Por otra parte, una confrontación armada entre los dos grandes bloques que lideran el mundo, fruto del ataque directo de uno al otro, nunca sería un enfrentamiento exclusivo entre OTAN, por un lado, y Rusia por el otro. Entre otras razones, porque, en la actualidad, la ventaja en medios bélicos está, por lo menos, en la proporción de tres a uno, a favor de la OTAN. El peligro radica en que las restantes naciones que poseen un ejército bien instruido y bien dotado, acabarían alineándose de alguna forma en uno de los dos bandos y podría suponer el inicio de la GM III, algo que nadie quiere. El miedo a las consecuencias hace que, si no aparece un loco iluminado, se evite siempre un ataque directo.

Lo que nunca hará Putin es salir de este conflicto con las manos vacías. Si ahora no puede ocupar Ucrania, tratará de “jugar” la baza del gaseoducto y pedirá establecer una “seguridad” próxima a Crimea o, lo que es lo mismo, ocupar parte de los territorios orientales, hoy más afines a Rusia. Sería el mal menor

España, dentro de sus posibilidades, forma parte del despliegue de la OTAN, precisamente con un gobierno partidario del “No a la guerra”. Me imagino los sudores que habrá pasado Sánchez para tomar esta decisión. Habrá llegado a la conclusión de que sus posibilidades de continuar en La Moncloa, pasan por no repetir la vergonzosa salida de Afganistán, ni los pasos que dio Zapatero. Hay quien piensa que alguien muy próximo le ha recordado que un “No a la guerra” debe aplicarse en todos los casos, también a las agresiones que vienen del mundo marxista.

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