Sentado entre mis libros, a la sombra
del árbol del poema del poeta
mexicano Octavio Paz, escucho
a mis padres absortos en sus actos.
Mis ojos se detienen y se asoman
arriba de la página hasta ver,
con la imaginación, al otro lado
del tiempo del espacio de los muros
las cosas donde posan sus quehaceres.
Mi madre embellece un florero,
adorna el comedor con ese arreglo.
Lo luce en el mantel de un regalo
que vino a nuestra casa desde lejos.
Mi padre lo contempla un instante,
expresa con sus ojos su acuerdo.
Lo toca con su vista enternecida
que deja en las flores un rocío.
La mano de mi padre tiene un libro,
aparta una hoja con su índice.
El libro luce piel y unos nervios
en la encuadernación de su volumen.
Su título en griego lo ignoro.
Mi padre aprendió ese lenguaje
igual que una pareja se demora
en ver cómo se dice el amor.
Registra en sus cuadernos de colores
las citas recogidas en la tinta
de sus lecturas subrayadas. Miro
detrás de la ventana otro árbol
parado en un jardín de un monasterio.
Sus frutos han rodado por el suelo,
dejando en su desorden una forma
de lenguaje igual al del azar.
Un monje a lo lejos los recoge
llevándolos al claustro en una cesta
tejida por la mano de un obrero
pobre. La soledad de ese retiro
se mece en un silencio incontable
con versos ordenados en poesía.
Mi padre se acomoda en su sillón
preferido, enciende una lámpara
heredada, se ahonda en su estudio.
Mi madre se entretiene con sus plantas,
con su gato, haciendo del hogar
una manera de encantamiento.
Sus manos se derraman con su luz
en sus actividades donde vemos
la hondura de la ofrenda a su familia.
Yo leo en una alfombra el poema
del árbol descubierto en las palabras.
Me elevo por su tronco hasta el cielo
al lado de la noche sin edad.
Xalapa, Veracruz, México
29 de enero de 2022
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