“De san Antón a los Mártires,
no salgas de casa,
aunque de pan no te hartes”.
Recuerdo con una cierta nostalgia aquellos chupiteles, que pendían impertérritos de los aleros de los tejados, y que los chavales derribábamos ansiosos por consolar, con algo, nuestros estómagos enflaquecidos por la necesidad; y aquellas peleas de mentira a bolazos en la era...; y tantos inviernos crudos, pero encantadores, que, hoy, el progreso, la lluvia ácida, el famoso agujero y la desertización han dejado aparcados en la historia, momificados, con la única esperanza de despertar, de cuando en cuando, al calor de los recuerdos y de las añoranzas.
Un tanto de lo mismo le ocurre a la tradicional festividad de san Antón, una de las celebraciones religiosas que se vivía con mayor fervor popular en nuestros lares castellanos, y que fue siempre la antesala de los Carnavales.
San Antonio Abad nació en el 251 (siglo III) en el pueblo de Coma, cerca de Heraclea, en el alto Egipto, y falleció en el monte Colzim en 356, o sea, que vivió 105 años. Se cuenta de él que, alrededor de los veinte años de edad, vendió todas sus posesiones, entregó el dinero a los pobres y se retiró a vivir con una comunidad local, practicando ascética y durmiendo en un sepulcro vacío. Su fama de hombre santo y austero atrajo a numerosos discípulos, a los que organizó en un grupo de ermitaños junto a Pispir y otro, en Arsínoe; por lo que se le considera el fundador de la tradición monacal cristiana. Se le venera como santo patrono de los amputados, protector de los animales, de los tejedores de cestas, de los fabricantes de cepillos, de los carniceros, de enterradores, de los ermitaños, de los monjes, de los porquerizos y de los afectados de eczema, epilepsia, ergotismo, erisipela y enfermedades de la piel en general, y dominador de la impureza; por eso se le coloca el icono del cerdo a sus pies.
El día de san Antón, en mi pueblo, apenas despuntaba el día, comenzaba el obligado e incesante ceremonial de las vueltas de los animales alrededor de la iglesia. Lo ordenado era dar nueve vueltas, tantas como las nueve virtudes que llevaron a Antonio Abad a los altares: humildad, paciencia, modestia, castidad, prudencia, misericordia, celo, amor y constancia, pero algunos se aburrían antes. Abrían siempre el cortejo las piaras de Francisco Barriles, las del tío Adolfo y las comuneras: tenían prisa para salir a pastar. Luego, el turno correspondía a los burros y los bueyes; cuando tocaban la segunda esquilá a misa mayor, aparecían los caballos y las parejas de mulas con sus cabezadas bien enjaezadas y lustrosas, adornadas con los más variopintos lazos; colleras embetunadas; ancas esculpidas con los más floridos ramilletes y colas trenzadas y rematadas con guirnaldas y flores. El agricultor competía con sus compañeros, y se esmeraba en contratar al mejor esquilador del momento: había que llamar la atención.
Una vez recibida la bendición del Santo, las monturas de burros, mulas y caballos se dirigían, cortésmente, a honrar al mayordomo y a recoger el puño. El puño consistía en un puñado de castañas, que se cocían en la alquitara, de higos y un buen trago de aguardiente. Quien no tenía caballería, la pedía prestada, pues no se podía defraudar al cofrade, y menos al estómago en aquellos tiempos.
Por la tarde, en la plaza Mayor, se corrían los gallos o las cintas y se armaba el baile. Acudía todo el mundo: viejos, jóvenes y niños, y se organizaba en dos enormes corros: los niños se situaban en el centro: era como la parodia de una gran plegaria de acción de gracias al Santo, y una manifestación de honda alegría.
Los monjes de la Orden de los Caballeros del Hospital de san Antonio, para mantener los hospitales, soltaban unos cerdos por las calles, para que el personal los engordara, y, después, se vendían para recaudar dinero, con el que socorrer a los enfermos. Esta costumbre prendió en el pueblo, y, todos los años, se soltaba un cerdo, y los vecinos se encargaban de engordarlo, y, el día de san Antón, se rifaba con la misma intención benéfica. Esta costumbre se ha perdido en mi pueblo, es en La Alberca donde se sigue celebrando con toda solemnidad.
Actualmente, se sigue practicando el ceremonial de la bendición, pero con animales de compañía y alazanes de buena planta.
El jolgorio quedó para el recuerdo.
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