Es un día de tantos, lleno el cielo de luz, lleno de azul, un cielo lleno de cielo.
De nubes blancas y esponjosas, brillantes, sin límites claros, algodón puro, allí colgadas de invisibles hilos, suspendidas como un gran regalo, queriendo bajar al mundo de los mortales a darnos un fuerte abrazo, un largo tierno y esponjoso abrazo.
Lleno de recuerdos en nuestras mentes de diario, colmadas de resquicios de memoria que nos acompañan a cada zancada que damos, ese mundo olvidado que no usamos salvo cuando un hecho una palabra o un antiguo sueño tiran de su cabo y salen, como por arte de magia, recién desempolvados, cada uno de los momentos que nos fueron haciendo despacito.
Sólo se oyen algunas pisadas en esta calle céntrica y tranquila en este instante de mediodía; apretados por la hora, por el quehacer cotidiano, dedos que sujetan la correa del bolso, tintineo de llaves en colorido llavero colgando apresurado, bolsas en las manos, peso suspendido, tarjetero bajo el brazo, del trabajo corriendo a la cocina, maletín andante, zapatos brillantes, pañuelo que zizaguea, corbata que oscila al ritmo de los pasos…
Se empieza a oír un murmullo apenas perceptible, debe venir de un lugar tan lejano como el algodón soleado puesto a blanquear sobre el azul del cielo.
A medida que se avanza, el sonido se aproxima a ras de tierra como repique de campanas que lo va inundando todo, y aquellos ojos cabizbajos que venían vestidos de vida productiva van levantando la vista del suelo.
Cuando aquella algarabía se acerca y se vuelve tan intensa, aparece un enorme grupo de chavales, treinta o cuarenta, como multitud de pájaros alborotados en las ramas de un árbol a media tarde, no más de diez años, mochilas a la espalda, escoltados por dos adultos, y otras dos personas a cada lado cierran otro grupo algo más rezagado.
Sus comentarios son tan intensos, tan continuos, tan precipitados, tan espontáneos, que son el signo de cuánto bulle su alma tras esa actividad, esa visita, ese tramo de tiempo enriquecido que ha obrado, una vez más, el prodigio de aprender, el arte por el que se moldean las mentes en el proceso del conocimiento como si fueran arcilla, cuando una experiencia invade de novedad el cerebro haciendo que se enciendan miles de contactos neuronales que se enganchan a lo que previamente conocían, y les han hecho sentir tan profunda emoción.
Cuando pasan a mi lado, sus expresiones ensimismadas en sus comentarios lo dicen todo. Hablan de ese latir que se produce, de esa explosión por el descubrimiento de esa nueva ventana abierta al mundo, terreno sembrado de espigas.
Del murmullo, casi ensordecedor, va quedando lentamente su intensidad mortecina como un reguero por el suelo de la calle y se convierte en pasos cada vez más lejanos.
Pienso en cuántas veces contarán su experiencia, cuántas personas querrán que escuchen y compartan la emoción de su aventura… Cuánto de hoy quedará grabado en su memoria para siempre.
La calle, de pronto, tiene mil brotes de alegría.
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