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El aguinaldo del 88
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El aguinaldo del 88

Actualizado 03/01/2022 08:38

(Cuento de Navidad)

El árbol de Navidad que con tanta ilusión instalaba cada año en el salón de mi casa estaba aquella Nochebuena del 88 más triste que nunca, sin estrellas, sin campanas, sin cintas de mil colores, porque yo, que había perdido tantas cosas en la vida, fui incapaz de resignarme a perder mi trabajo. “Vive del paro”, me dijeron los listos, pero yo era tonto y entendí que vivir del cuento era morir sin ser viejo. “Vive del prójimo”, me dijeron los tontos, pero yo era listo y entendí que vivir de caridad era vivir de rodillas. Y si algo envidié siempre fue vivir de pies y morir de viejo. Miré el reloj de pared. Las agujas galopaban sobre las seis de la tarde. Mis hijos, atraídos por los villancicos de los chicos del barrio, corrieron a la calle. “Si no tenemos pandereta, tocamos una botella”, dijeron con triste alegría, y yo sentí que me llamaban ladrón de panderetas, de zambombas, de castañuelas: de instrumentos que alegraban mi casa en Navidad. Mi mujer se metió en la cocina con su vara mágica. “En lugar de pavo con salsa, haré salsa con pavo”, dijo con angustiosa normalidad, y yo sentí que me llamaba ladrón de pavos, de besugos, de turrones: de manjares que llenaban nuestra mesa en Navidad. Cerré la puerta a cal y canto, también las dos ventanas; necesitaba silencio, mucho silencio. Desconecté el televisor; necesitaba oscuridad, mucha oscuridad. Apagué de un soplo la llama azulada de la estufa de gas que intentaba inútilmente suplir la calefacción. Me senté en uno de los dos sillones del sofá y cerré los ojos entre sus orejas. Los pensamientos que giraban alrededor de mi cabeza cual mariposas alrededor de una bombilla empezaron a separarse unos de otros, a dispersarse aturdidos, a escapar cada cual por su cuenta, mientras unas cálidas alas de plumas negras me rescataban de sus revuelos, de sus gritos, de sus lamentos, para llevarme lejos, muy lejos, pero antes de ponerme a salvo me detuvo una dama de túnica blanca, pasos de cielo y corona de soles y lunas que surgió de una esquina de niebla. Quise ignorarla, esquivarla incluso, pero su valor se impuso a mi cobardía. A través de un visillo húmedo la observé temblando. Tenía los ojos grandes, claros, la mirada impecable y una espada con filo de oro en las manos.

—Soy la Verdad —dijo—. Vengo de matar a la Mentira y ante su cadáver el dueño de Chocolates Dos Eles a descubierto que una máquina jamás puede suplir a un hombre. ¿No ves su negra sangre brillando por fin en mi espada blanca?

Intenté abrir mis trémulos labios. Necesitaba preguntar a tan valiente dama si don Lorenzo había pensado en deshacerse de aquella máquina que con tanto empeño había comprado para suplirme a mí, pero antes de conseguirlo desapareció tras una esquina de luces y bajo una lluvia de espinas surgió otra dama de túnica verde, pasos de cera y corona de claveles y rosas. Quise matarla de un golpe, reducirla a cenizas, pero su fuerza se impuso a mi debilidad. A través de un visillo frío la observé tiritando. Tenía los ojos profundos, muy abiertos, la mirada de miel y una vara de almendro en las manos.

—Soy la Esperanza —dijo—, acabo de vencer a la Decepción, al Desaliento... al Fracaso. El dueño de Chocolates Dos Eles se ha convencido por fin de que las máquinas deben depender del hombre, no el hombre de las máquinas. ¿Entiendes ahora por qué mi rama se llena de flores con el primer respiro de primavera?

Intenté tragar saliva para empezar a hablar. Necesitaba preguntar a tan dulce dama si don Lorenzo había decidido dejar de depender de su máquina para volver a depender de mí, pero antes de descubrir que se me había secado la boca desapareció por un camino de musgo y de una nube de pétalos surgió otra dama de túnica amarilla, pasos de nácar y corona de oros y platas. Quise escapar, huir de ella, pero su calma se impuso a mis prisas. A través de un visillo de nieve la observé inmóvil. Tenía los ojos bellos, ni muy abiertos ni muy cerrados, la mirada serena y un báculo ni muy corto ni muy largo en las manos.

—Soy la Prudencia —dijo—, acabo de vencer a la Imprudencia, y ante su derrota el dueño de Chocolates Dos Eles ha descubierto por fin que tan errado está quien delega en las máquinas como quien prescinde de ellas. ¿Entiendes ahora por qué no muevo los pies sin que el báculo guíe mis pasos?

Intenté mover las manos para hacerme entender por señas. Necesitaba saber de tan apacible dama si don Lorenzo estaba dispuesto a poner su máquina a merced de un hombre, pero antes de descubrir que las tenía petrificadas desapareció remontando una nube de aromas y de una bandada de pájaros surgió otra dama de túnica de arco iris, pasos de alas y corona de picos y plumas. Quise besarla, abrazarla, pero las firmes alas de plumas negras tiraban de mi cuerpo y mis pies eran incapaces de alcanzar el suelo. A través de un visillo de hielo la observé vacío de palabras, de pensamientos, de sensibilidad… congelado. Tenía los ojos vivos, encendidos de promesas, canciones en los labios, cascabeles en las orejas, campanillas en el cuello y en las manos castañuelas.

—Soy la Alegría —dijo su voz de agua brava, a borbotones de risas y palmas— y vengo a celebrar la victoria de la fuerza de la Razón sobre la razón de la Fuerza.

Y removiendo con gracia sus volantes de siete colores se esfumó entre un coro de trinos que lejos de contagiarme me aturdía y me aislaba de tal suerte que quedé emparedado entre los gélidos pliegues del visillo de hielo.

Ni pude ni quise llamarla, me sobraban las explicaciones. Tenía miedo, era cierto, mucho miedo, pero allí estaba el sueño presionando mis ojos con sus yemas de terciopelo para transformármelo en alivio en cuestión de segundos. ¿Acaso no era lo que más deseaba? Pero de repente se abrió la puerta del salón y entró una dama de delantal a cuadros. Olía a salsa de pavo. “¡Soy la Vida!”, dijo zarandeándome, en un tono que nunca supe si fue una orden o una súplica, y el sol derramó sus rayos sobre mi caparazón de hielo. Se abrieron las ventanas dejando tras de sí una tormenta de cristales. Por los huecos se colaron dos duendes cantando un villancico al son de una botella rasgada por un tenedor. “Somos el Futuro”, dijeron en un tono que nunca supe si fue un reproche o un ruego, y el hielo de mi caparazón empezó a ceder a los rayos del sol.

Respiré un aire raro, tenso y relajado a la vez, como cargado de horrores tan temidos como anhelados. “Soy la Vida”. “Somos el Futuro”. ¿Pero qué podían esperar de mí tanto la Vida como el Futuro si ni siquiera contaba con un trabajo que justificara mi presente? A través de un visillo de hilos de agua vi acercarse con pasos majestuosos a un señor de barba blanca y ropajes rojos que entre toques de trompeta y redobles de tambor surgió de la lámpara.

—Soy Papá Noel —dijo con la sonrisa bobalicona del adulto que se dirige al niño sin saber si lo que le ofrece es un premio o un castigo—. Acabo de llegar del País de las Nieves para llenar mi trineo de reyes de chocolate y llevárselos a los niños antes de que el reloj dé las doce, y el dueño de Chocolates Dos Eles dice que lo siente, que este año no puede complacerme, que su máquina es incapaz de hacer Melchores, Gaspares y Baltasares de chocolate. ¿Le importaría volver a la fábrica para que yo pueda cumplir con mis niños?

Me incorporé despacio, muy despacio, como despertando de un largo y pesado sueño. Una mano temblorosa empezó a dibujar recuerdos en mi mente. Entre las sombras que se movían alternativamente a mi alrededor intenté localizar el de mi llegada a la fábrica de Chocolates Dos Eles.

No conocí a mi padre: murió el día que yo nací, a la misma hora y en la misma casa. Por esta fatalidad creía de niño que la tierra tenía siempre el mismo número de habitantes, porque cuando nacía un niño moría un hombre, y hasta me sentía culpable de que mi madre tuviera que atender tantas casas ajenas para sacarnos adelante a mis hermanos y a mí. Un día me mandó a llevar un saco de ropa recién planchada a una de las cinco casas que asistía por entonces.

—Te tienen que dar un duro, cinco pesetas. ¿Me oyes? ¡Ni medio real menos! Cinco pesetas, un duro. Y si vienes con un real menos, ya sabes, a la cama todos sin cenar.

Volví con tres pesetas y una vainilla que guardé para comerla entre todos.

—Dice la señora que no puede pagar tanto por tan poco, que si quiere así, que bien, que le gusta cómo trabaja, que si no, que lo deje, que hay así de viudas que se lo hacen por dos cincuenta, y que claro, que…

—¡Viudas, viudas… hay muchas viudas! —Cogía aire, alzaba la voz, los fuelles de la garganta se le inflaban y se le desinflaban en pliegues tensos y rojizos— De eso se valen ellas, de que no tenemos un hombre en casa. ¡Malditas sean! —Clavó en mis ojos los suyos muy abiertos, encendidos de rabia y de desprecio— Si no fuera por lo que dejo en el mundo…

Y se llevó al corazón el cuchillo con el que había pelado las patatas que nos dejaba para comer al día siguiente, y aunque no me lo dijo, yo se lo oí decir:

—Tú tienes la culpa, la culpa la tienes tú. Si tú no hubieras nacido, no habría muerto tu padre, y yo tendría caballo para tirar del carro.

Y me sentí tan culpable que quise morirme para que él volviera a nacer. Y para matarme sin que me saliera sangre, me tragué tres bolas de chicle. Si alguien se tragaba un chicle, el chicle se le pegaba a las tripas y se moría, lo decía mi madre cuando al rescoldo del brasero de picón le contábamos con la visible intención de removerle la conciencia que a nuestros amigos les daban sus madres una perra gorda los domingos para comprarse un chicle, y no servía decirle que en los quioscos vendían también pipas, manises, paciencias… decía que era igual, que no dejaba de ser un peligro, que el demonio les tenía mucha manía a los niños huérfanos, mucha, porque si las mujeres sin marido eran árboles sin sombra, los hijos sin padre eran sombras sin árbol, y cuando iban a comprar golosinas, les tentaba para que compraran un chicle, y cuando lo tenían entre los dientes ¡trasssss!, les daba un susto para que se lo tragaran y en un instante se morían.

Aquel día bajé al quiosco. Aprovechando un descuido del quiosquero le saqué tres bolas del tarro. Eran de color rosa y daba pena no saborearlas, mascarlas una a una, hacer bombas con ellas… pero cerré los ojos para no verlas, me las tragué sin respirar y me metí en la cama. Allí me encontrarían muerto, cadáver, y con mi padre listo para tirar del carro. Pero llegaron mis hermanos a acostarse y yo seguía vivo, llegó la hora de levantarnos y yo seguía vivo, y pasaban y pasaban los días, y como yo no iba, mi padre no venía.

Pensé en otras fórmulas más eficaces: tirarme por una ventana, como la señora que se reventó a mis pies cuando jugaba una tarde a las chapas; despeñarme por un barranco, como el señor que me encontré sin zapatos al volver de tirar la ceniza una noche; colgándome de un árbol como se colgó el abuelo… pero todas producían sangre y a mí la sangre me daba miedo, mucho miedo. Por fin una voz alta y clara me gritó en el pensamiento que pusiera la cabeza bajo las ruedas del tren. Empujado por el eco de aquella voz corrí a la vía, me acosté entre los raíles y cerré los ojos herméticamente. Lecho ancho, lecho estrecho, lecho duro, lecho blando… lugar donde el sueño se hace cargo de todas las cargas del hombre. El sol en el crepúsculo plegaba las alas cansado también y de sus plumas rojizas surgió una dama de ojos serios, mirada solemne y pasos medidos, llevaba una túnica a pliegues de sombras, manto de noche y una guadaña sin filo en las manos.

—Hola, soy la muerte. ¿De qué te recuerdo? —Me miró de frente— ¡Ah, sí! Coincidí con la Vida en tu casa. Ella venía a traerte; yo, a llevarme a tu padre. Pero ni tú viniste porque se fuera él ni él vendrá porque te vayas tú: nacer y morir son dos cosas que nadie puede hacer por nadie, cada cual tiene que vivir su vida y morir su muerte.

Y un impaciente silbido que se imponía amenazante al chucuchú del tren me alejó bruscamente de allí, y sentí vergüenza, mucha vergüenza, y con el tiempo se me cerró la herida, pero las heridas nunca se cierran sin dejar cicatrices.

Mi padre se fue a la guerra siendo joven y volvió viejo. Mi madre lo esperó con el anillo de bodas y se casaron nada más volver, tres años de espera eran muchos para permitirle perder uno más en recuperar la vitalidad perdida. De los doce años de matrimonio, una docena trabajó al sol y al aire, y aunque murió enfermo de trabajar, ella creyó que murió de trabajar enfermo, y se sintió culpable, muy culpable, y la recuerdo encendida de amargura, siempre vestida de duelo, con las rodillas encallecidas de fregar suelos para darnos de comer una vez al día. Cenar, nunca cenábamos, siempre ocurría algo que lo impedía. En verano eran las tormentas. Los relámpagos entraban por la ventana y al primer trueno gritaba: “¡Vamos, vamos, que nos pilla el rayo!”, y sin darnos tiempo a reaccionar, nos metía en la cama. En invierno, ante el bramar del viento, gritaba: “¡El lobo, el lobo!”, y antes de que sus dientes se abrieran en la ventana, volábamos en tropel a la cama. Por fin, una noche vestida de azul sereno, una noche en calma como pocas, sin oscuridad, sin viento y sin truenos, salió a la calle sin razón aparente y volvió despavorida. “A la cama, ¡vamos!, a la cama, que vienen los ladrones por la cuesta y si nos cogen despiertos…” “¡Pues si vienen, que vengan!”, gritó el mayor de mis hermanos. “Los mato para cenar”. Y todos nos rebelamos. “¡Cenar, queremos cenar! ¡Cenar, queremos cenar!...” Y tapándose los oídos se burló de nosotros. “¿Cenar? ¿Quién os ha dicho a vosotros que los renacuajos cenan? ¡Vamos, a la cama!”, y cogió la escoba para barrernos. “Cenar sólo cenan los mayores, los que trabajan ya. ¿Me oís?”

Al día siguiente, con la sangre agitada por los escobazos, en lugar de ir a la escuela nos fuimos a buscar trabajo. Yo lo encontré en Dos Eles. Durante tres años recorrí la ciudad en bicicleta varias veces al día para llevar pedidos a las tiendas por la voluntad de don Lorenzo. El cuarto día llegué tan feliz a casa que hasta mi madre sonrió.

—Vengo que reviento de chocolate, madre, se lo juro, que reviento.

—¿Pues cómo? Te lo habrá dado el jefe, ¿verdad?

—No, madre, todavía no, pero me lo dará mañana, media libra por portarme bien y otra media para que siga portándome así. Dice que todos los repartidores le salen rana, que se quedan con el dinero que cobran, o que quitan tabletas de las cajas.

Y me dio la libra entera, y como fui el único que no le robé ni una onza de chocolate ni un real, me asignó un sueldo para envolver las tabletas, y era tan ágil fajándolas de plata primero y después del papel blanco con las dos eles del nombre de la casa en oro que acabé haciendo el chocolate. Batía la pasta como nadie, movía las perolas como ninguno, rellenaba los moldes y antes de meterlos al horno trazaba a mano y en cada una de las ocho divisiones que componían una tableta las dos eles entrelazadas. Daba gloria verlas, tanta que además de por el sabor y el alimento, se compraban por el dibujo del papel, por aquel dibujo que los niños recortaban cuidadosamente para pegarlo con el mismo cuidado en la cartera del colegio, en el estuche, en los cuadernos… Al cabo de unos años empezaron a llegar marcas de fuera y don Lorenzo se echó a temblar. “Hoy hemos tenido tres pedidos menos, mañana serán cuatro, pasado cinco… y si esto no para y el gobierno no hace una ley que obligue a los chocolateros a vender donde fabrican, en unos meses nos vemos en la ruina”, me decía cuando al final de la jornada hacía arqueo, como si en lugar de suya, la fábrica fuera también mía. Fue entonces cuando decidí chafarle el negocio a los fabricantes forasteros. Para ello dedicaba mi tiempo libre a recorrer las tiendas que habían dejado de hacernos pedidos. Entraba como si tal cosa. Ante la atenta mirada del señor o de la señora que estuviera detrás del mostrador leía todas las marcas de chocolate en voz alta: “Lloberas, Santa Juliana, El Gorriaga, Claribel, Las Candelas… ¿Dos Eles, no tiene usted Dos Eles?”, preguntaba. “No… no…”, me respondían entre dientes. “Pero cualquiera de éstos es mejor, y más gruesa la tableta. ¡Mira!” “Lo siento, pero si voy a casa con cualquier chocolate que no sea Dos Eles, mi madre me mata vivo”. Y me marchaba dejándolos con la tableta en la mano, y al día siguiente pedido al canto. Así y todo don Lorenzo no tuvo más remedio que hacer lo que hacían todos los chocolateros, vender fuera, en otras ciudades, en otras provincias. Pero si consiguió ser una de las mejores marcas del mercado, la más vendida, la más conocida, fue también gracias a mí, yo fui quien le propuse comprar los moldes y fabricar también bombones con forma de animales, de flores, de cosas como una guitarra, un pan o un sombrero, y chocolatinas redondas, rectangulares, cuadradas y hasta en forma de estrella, y sobre todo los reyes magos, aquellos reyes que nos permitían hacer el agosto todas las navidades. y me sentía tan importante, tan útil, tan necesario, que al saber que iba a ser sustituido por una máquina que según don Lorenzo hacía el chocolate mejor que yo y no tenía que meterla en nómina se me abrió de nuevo la herida.

Entre hilos de sangre negra vi a mi madre con las venas vacías ante la mesa puesta. “El mundo es para los listos. Yo sólo aprendí a asustar a mis hijos para quitarles las ganas de cenar”, había escrito en el mantel. Y a mi abuelo colgado de un árbol. “El mundo es para los fuertes y yo ni siquiera supe impedir que aquellos soldados se llevaran a mi hijo a la guerra”, había dicho al salir de casa para no volver. Y entre aquellas voces que me perseguían desde la infancia vi mi cama llena de brazos y piernas entrelazados entre sábanas rotas, las manos de mi mujer rebuscando zapatos en la basura, las bocas de mis hijos devorando cascos de cebolla para engañar a los gusanos que hurgaban en sus estómagos en busca de pan, tripas desesperadas por pegarse, truenos, gritos del viento, escobazos… fantasmas con mi propio rostro que entre chorros de sangre dejaban sus tumbas para acusarme, para condenarme, y ante la triste tristeza del árbol de Navidad imploré la mirada solemne de la dama de ojos serios para cumplir sentencia. ¿Acaso no era más justo morir vivo que vivir muerto? Pero las sombras que se movían alternativamente a mi alrededor le impedían sacar la hoz de entre los espesos pliegues de su capa negra.

—¿Le importaría volver a la fábrica para que yo pueda complacer a mis niños? —seguía preguntando Papá Noé.

Quise cerrar los ojos, huir, desaparecer. No sabía muy bien si oía lo que quería o quería lo que oía, pero vi en sus ojos el color de los ojos de don Lorenzo López y me puse en pie.

—En lo que yo tenga cinco dedos en cada mano y cacao, azúcar y leche para batir, ninguno de sus niños tendrá que quedarse sin sus Reyes Magos.

Y se encendieron las estrellas del árbol de Navidad que con tanta ilusión instalaba cada año en el salón de mi casa, repicaron las campanas y las cintas de mil colores se abrazaron para bailarle las gracias por tan feliz aguinaldo.

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