La fragilidad hace que me interpele por decisiones, por el pasado, por la existencia, con urgencia y con intensidad. Se requiere encontrar poco a poco ese refugio de paz en el interior, consigo mismo, con la vida. No es fácil y en ocasiones uno puede pasarse media existencia en el intento. Mi amigo hasta ahora no lo ha logrado, es el caso extremo. Lo habitual es pasar rachas en las que todo parece ir en contra de uno, pero se sale por medios propios o tirado por otros gracias a sogas de distinta naturaleza. Los mecanismos caseros de autoayuda provienen de una rara mezcla de dosis de experiencia y de gotas de audacia, mientras que los asideros requieren al menos de confianza y de generosidad. Ambas situaciones, que pueden darse simultáneamente, suelen acoger en distintas dosis a la fortuna, que no es desdeñable, siendo a veces el factor determinante. En resumidas cuentas, son asuntos que no dejan de ser complejos y su resolución requiere de una procelosa combinación de factores.
Estar en un agujero con elevadas paredes como se encuentra él es una peripecia delicada. Por un lado, no tengo claro que quiera salir y, por otro, la profundidad del hueco y el carácter resbaladizo de su pronunciada pendiente complican el entuerto. Por naturaleza, confío en la existencia de cierto orden por el que hay una mínima garantía de supervivencia del ser humano. Por ello, dejo de inquietarme por su estado con frecuencia y no hago caso a aquello que me contó una vez relativo a pasar por una etapa en que no podía subir a espacios elevados porque se suscitaba en él una peligrosa pulsión a precipitarse en el vacío. Poner punto final, me decía, es una solución que, además de ser sencilla, es falsa. Lo que importa es el convencimiento prístino de no poder resurgir, la querencia de vivir siempre en el marasmo. Saber que de esta forma en algún momento los demás te prestan atención.
Desde entonces supe que en mis quehaceres cotidianos debía incluir llamarlo cada cierto tiempo e intentar convenir con él encuentros de vez en cuando. Hacerle sentir, como así era, que sus cosas me interesaban y que su bienestar me preocupaba. Así, me obligaba a buscarle material de los asuntos que sabía que le llamaban más la atención y cuyo seguimiento animaba el afán de sus días. Acabé asumiendo dentro de mis preocupaciones que había otra forma de vida, que el dolor podía llegar a ser crónico, el desvelo un estado diario y la desesperanza un muro permanente con el que chocar constantemente. Sin embargo, en mi orquestada composición de lugar no caí en el verdadero significado de la situación hasta que en un paseo vespertino mirándome fijamente a los ojos, una práctica que no solía prodigar, me preguntó si era consciente de lo necesario que resultaba ponernos al día de la oscuridad. Con una mueca de mitigada complacencia me dijo: "sé lo mucho que te cuesta no poder resurgir".
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