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La puerta del infierno
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La puerta del infierno

Actualizado 11/12/2021
Ángel González Quesada

"El orgullo de los hombres, su rebeldía, la injusticia en que viven, es cosa de todos nosotros". ALBERT CAMUS, Los justos, acto II.

Ha tenido que ser el horror de veintisiete cadáveres de ahogados, para simular que las autoridades francesas e inglesas despiertan del sopor de la indiferencia con la que hace tantos años ignoran las tragedias en Calais, obvian el goteo de muertos cada día en los acantilados de Dover y Church Hougham, desprecian el hambre en las playas de Sangatte y ni piensan en la violencia, la mendicidad, la miseria, la desesperanza y la locura que nublan de muerte oscura las costas de su anquilosada Europa, altiva y avestruz, que alardea de su crueldad y avergüenza a sus propios ciudadanos con la mezquina táctica de culpar a otros, sin entender que los otros son ellos mismos.

Enlodados en el Brexit y el Antibrexit, adocenados por los déficits y los índices, las tasas, los porcentajes y una suficiencia tan falsa como sus acuerdos, escandalizados de opereta los ínclitos Johnson y Macron porque algunos países dicen hacer lo que ellos hacen sin decir, los lamentos y quejas por la muerte de veintisiete refugiados que el 24 de noviembre se ahogaron intentando pasar de Francia al Reino Unido son mentira, y los lamentos del Parlamento Europeo y la Unión Europea, y los estados miembros y sus escrupulosos tribunales de derechos humanos, y sus ejércitos sin enemigo y sus parlamentarios viajeros, tan falsos como las lealtades de los corifeos y uniformados inútiles que los amurallan. Las protésicas reacciones frente a la tragedia de los ahogados, constituyen la imagen más patética y real del profundísimo pozo a que ha descendido la acción política respecto a los derechos de las personas, al derecho de asilo, a la acogida, refugio, solidaridad, reconocimiento y respeto por la condición humana, no solo en la Unión Europea (y sus hijos más o menos pródigos), sino en una comunidad internacional, con todo dios dentro, anestesiada por sus propios ombligos y con la boca abierta por el estupor de su inoperancia.

En su mayoría africanos y procedentes de Oriente Medio, los refugiados que malmueren cerca del puerto de Calais, entre los árboles de Platier d'Oye o en la carretera de Dunkerque se asfixian hoy, como ayer y hace tantos años, en una persecución policial, social e ideológica (y de cierta parte de la ciudadanía del lugar, un maligno bucle de la indiferencia); se angustian en una interminable persecución tan real y efectiva como inexistente en las cancillerías y en la prensa del mundo, bajo el "delito" de buscar la oportunidad de superar las traicioneras aguas del Estrecho para llegar a un mercado laboral, el británico, que les permita vivir al menos de forma humana y no como animales abandonados y enfermos, que es una muy ajustada definición de su vida de espera, barro, sed y desesperación frente al amenazante Mar del Norte. Disueltos en Francia sus precarios campamentos una y otra vez por brutales intervenciones policiales, y rechazados violentamente los que consiguen cruzar el Estrecho, detenidos y expatriados después de ignominioso trato en las pedregosas playas de Deep Shelter y White Cliffs, las tragedias que soportan y viven los refugiados en Calais, pueden describirse como trasunto y copia de aquella puerta del infierno esculpida en Francia hace un siglo.

Sin establecer diferencia y menos comparación, la visita del Papa de la Iglesia Católica estos días a los campos de refugiados de la islas griegas de Lesbos y otras, ha tenido al menos el poder de volver a visibilizar el abismo humanitario en que viven los refugiados e inmigrantes hacinados en Moria (o lo que queda de ese campo después de su no aclarado incendio), en Kara Tepe, en Vial y otros indignos campos de concentración con que la ampulosa Unión Europea nos avergüenza cada minuto. Posiblemente esa visita papal sirva de poco a los enfermos, moribundos y niños que agonizan allí, y su efectividad sea solo mediática y, con suerte, despierte algunas conciencias y promueva algunos actos solidarios, antes de que las rotativas y los televisores vuelvan a llenarse con las estúpidas celebraciones navideñas que la paupérrima conciencia de las sociedades europeas suelen usar como antídoto de sus culpa.

En Calais, sin embargo, los campos donde las personas sufren tanto como en Lesbos o en Quíos, no tendrá relevancia informativa ni reacción humanitaria alguna el rostro de dolor del enfermo o la mendicante mirada de la hambrienta niña refugiada, y el interés que provocó el naufragio ha sido sustituido por el diseño de la cumbre, el tono del enfrentamiento, la pugna política entre dos países que pronto olvidarán esta mota de polvo que hizo discrepar a sus edecanes. Ni siquiera existirá la conciencia de culpa, y seguirán los cuerpos y los afanes negados, las esperanzas y los deseos, ocultados, ignorados los gritos por una acción política tan mezquina como el coro silencioso mediático que la protege. Salvo que un día, uno de tantos, la muerte se amontone otra vez, y en lugar de ir goteando hora tras hora y día tras día, explote como el 24 de noviembre en veintisiete nombres, veintisiete vidas, veintisiete historias, abrazos, familias, recuerdos, afanes y esperanzas, hundidos todos al tiempo en las frías aguas del Estrecho de Calais. Entonces, como hoy en Lesbos y Quíos, ayer en Kenia, en Palestina, en Tanzania o en Sudán del Sur, la hipócrita inclemencia de lo inmediato, la dimensión del evento, la muerte toda muerte y sin murallas, la cruda evidencia de la vergüenza y veintisiete cadáveres inocultables, propiciará en la infame agenda de lo olvidable una portada, alguna fotografía, un lamento editorial o una cumbre política para salvar la cara.

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