Dentro de una práctica de la vida personal y social, donde los rituales (las costumbres) conforman una gran cantidad de los caudales de nuestros quehaceres cotidianos, me pregunto si no existe una medida oculta para favorecer un cambio de perspectiva y enfrentar la realidad de siempre de un modo nuevo. Los rituales, en sus distintas versiones, tanto del ámbito individual como del colectivo, constituyen la horma de una diversidad incontable de usos y costumbres. Tanto el ejercicio de la propia experiencia de nuestras personas, como el de la ciudadanía, ponen de relieve una pluralidad de prácticas ritualizadas donde el día a día se conforma con base en esos modelos de acción tipificados.
El café de la mañana en el horario de trabajo posee una entidad bien delimitada dentro de esas esferas. El círculo de amigos se aparta a un territorio definido y echa a andar el mecanismo de la tertulia pequeña, que por partes iguales se nutre a sí misma y se enciende en el ánimo de la amistad y el cuchicheo, así como rechaza, posterga, o procrastina, el momento de acometer el trabajo. Cuando nos levantamos por la mañana y el cielo nos derrama sus cantidades de luz, igualmente somos usuarios de unas prácticas predeterminadas cuyo ejercicio diario nos lanza de frente al día. Así pueden transcurrir los años o las décadas, sin experimentar un cambio significativo visible para uno mismo o para los demás.
Ejemplos de este tipo abundan en la literatura. En el lenguaje poético, la misma forma del verso y la estrofa podría ubicarnos en ese campo semántico. Las generaciones de escritores de unos ochocientos años a la fecha se han ocupado del verso italiano. El cultismo y el conceptismo han demorado a una parte de esos escritores. O en otro campo de esa producción literaria, los tratados de espiritualidad asimismo se han regido por criterios más o menos estables. El salterio ha coordinado en torno a sí una tradición poética sostenida en ejercicios espirituales concretos. Petrarca sigue leyendo a los escritores de hoy para perfeccionar su estilo dulce de ayer.
Habiendo señalado lo anterior como punta de ovillo de un ingente número de casos, también me viene a la mente la novela Todos los nombres, de José Saramago. El personaje pone en evidencia una costumbre inalterable en su actuar bien tipificado en los ámbitos personal y laboral. Los rituales coordinan sus movimientos, cada uno de sus movimientos responde a un ritual. Algo así recuerdo haber leído en La Paloma, de Patrick Süskind... Cuando Jorge Luis Borges señala su gusto por el café, podemos adivinarlo en el tacto de su mano grave posada en la taza de café, chocando la cucharita en el contorno interior de la cerámica para arrancarle un brillo negro en el sonido blanco, un día tras otro.
Pero estos rituales pueden cambiar con el transcurso del tiempo, por efecto natural de la materia con su tendencia al declive, o por efecto natural de la intervención del hombre en una medida más forzada. En el primer caso, las costumbres al interior de un hogar varían. Las costumbres en el ejercicio de la ciudadanía cambian según se va avanzando en edad. La configuración humana muda su rostro, se vuelve en otra en su apariencia. En este caso, el hombre se convierte en víctima del tiempo y no le queda mas que sumir su condición presente.
En el caso de los cambios producidos por voluntad del hombre la cosa sucede de otro modo. En este sentido, incluso podríamos hablar de la propia literatura. Con su origen en la tradición oral (Borges ubica ese origen en los sueños), esa literatura de antes con el paso de los siglos se ha ido acoplando a otros soportes materiales e inmateriales, ¿sin mudar su esencia? Se ha ido ofreciendo ya en arcilla, ya en piedra, ya en papel herido por el puño de una mano alada, ya en papel impreso en tinta negra o a dos tintas, ya en una página electrónica sin un punto preciso en el espacio analógico. Así, no es el hombre quien se ha visto como víctima del tiempo, sino que los usos y las costumbres relacionados con la técnica han sido víctimas del hombre. Mas esto todavía no responde nuestra pregunta del inicio, cito, si no existe una medida oculta para favorecer un cambio de perspectiva (personal o social) y enfrentar la realidad de siempre de un modo nuevo.
Tal indagación apunta a una posible resemantización de la práctica de la cotidianeidad, para descubrirla portadora de un significado nuevo, abierto a una exploración virgen de lo (no del todo) conocido. Eso podría ocurrir con la intervención del otro, si nos orientamos en relación con los libros mencionados arriba, con la ficha incompleta (el amor) en la Conservaduría General de don José (Todos los nombres), con la paloma de Süskind, con Dean Moriarty en la vida de Sal Paradise (En el camino), con la Anunciación en el caso de María, con la rotura del encuentro dulce en San Juan de la Cruz. Hablando del recuerdo de la infancia, podríamos sentirnos atraídos por la imaginable transfiguración de la realidad, mediante la práctica de las potencias visionarias de los niños, para ofrecerle una luz a toda esa oscuridad no conocida acechándonos.
Almendrón isleño
Fotografía de Arturo Alday Larrauri
Instagram: alday_photo
27 de noviembre de 2021
Juan Angel Torres Rechy
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