Los funcionarios viven en una especie de limbo. Entro en la Biblioteca Pública de la Casa de las Conchas y digo que voy a devolver un libro. Y la mujer le dice a su compañero: "No sé de qué me está hablando". Entro en la Renfe y digo: esta tarjeta dorada no funciona, he pagado el doble por un billete. Y la funcionaria dice: "¿Y qué?" Parece que incluso hablaran otro idioma celestial.
Basta que haya una ventanilla en medio, o un mostrador, crea una diferencia ontológica y social. Yo estoy dentro, tú estás fuera. Yo estoy muy tranquilo aquí, no vengas a molestarme. Quieren su rutina y su mecánica y si les planteas algo diferente se quedan desconcertados.
En sus dependencias todos tienen bastón de mando, las limpiadoras te dan órdenes. Cualquier funcionario de cualquier rango se cree por encima de ti. Incluso una vez, en los años setenta, cuando íbamos a manifestaciones, un tipo que trabajaba en Correos me dijo: "Si viene la policía le digo que soy funcionario". Y el policía lo dejó en paz.
Está muy bien la seguridad en el trabajo, el estado del bienestar, y todo eso. Pero con esa seguridad absoluta, y ese cambio de status, el funcionario ya no tiene interés por nada, se instala en la indiferencia y la inopia. Le da todo igual. Solo quiere que pase su jornada de prisa y que no lleguen intrusos. Y es que todos somos intrusos.
Es prodigioso lo que puede una ventanilla separadora. El funcionario se siente como el cura cuando ha recibido las órdenes. Inviolable e intocable. Y te ve vagamente en una bruma exterior. Puede parecer arrogancia. Pero tal vez viven en una nube de satisfacción por encima de todo. Y nada de la realidad les llega allí. Hosanna.
ANTONIO COSTA GÓMEZ, ESCRITOR
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