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Andrés Manuel
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Andrés Manuel

Actualizado 06/10/2021
Manuel Alcántara

Solo alguien al que domina la arrogancia y que cultiva la ignorancia puede permitirse hacer gala de un supuesto humor para tratar cuestiones de alto contenido emocional sin desarrollar un mínimo de empatía con aquellas posiciones antagónicas que oportuna o inopinadamente buscan un ápice de reconocimiento. Únicamente alguien que ejerce la farsa y que se dirige a enfervorizados prosélitos puede frivolizar sobre la interpretación del pasado y sobre la forma en que se proyecta en el presente, comparta lo pretérito algún hilo común o sea simplemente un reflejo de historias ancestrales.

Lo tremendo es que la degradación del discurso que tanto daño hace a la propia política venga de la mano de quien fuera durante ocho años presidente del gobierno. Como nunca supo nada y, lo que es peor, tampoco debió aprender nada, hoy nutre su ego encandilando a conmilitones ávidos de grandilocuencia para así ocultar las frustraciones de cada día, gente que no lleva bien su devenir cotidiano y que necesita una sesión más de circo.

Los nombres de las personas tienen origen azaroso. A veces se dan por un pariente querido próximo, otras por una figura de moda en ámbitos muy distintos de la vida social, en ocasiones por una apuesta, muchas veces por el gusto en su sonoridad o por su significado último, antes pesaba también la onomástica del día. Constituyen una parte de la identidad de las personas que, según va pasando el tiempo, pueden sustituir por un apodo, un diminutivo, o incluso cambiándolo oficialmente. Los nombres nunca son propiedad de uno pues puede haber millones de personas que lo comparten, pero la mayoría de la gente termina sintiéndose cómoda en el caparazón que construyen. Se dice que una de las formas de descubrir a alguien que se mueve de incógnito es llamarle en voz alta por su nombre, solo quien está verdaderamente entrenado no voltea la cabeza, no mueve una pestaña.

Pensar que el nombre es patrimonio de un colectivo nacional es enfermizo. Suponer que quien se llama Sara lo es por admiración o seguidismo del mundo judío es absurdo. No es solo cuestión de que las naciones sean comunidades imaginadas, es que los nombres son parte de un torrente que fluye a lo largo de la historia de la humanidad y que además terminan siendo juguetes en manos de quienes los portan por las caprichosas razones antes esgrimidas. Algo tan sencillo, pero que parece desconocer el expresidente del gobierno. Un proceder que no debe extrañar porque hay mucha gente en su entorno que lo comparte, demasiada. Aunque las generaciones más jóvenes se dejen llevar además de por la ignorancia y por la arrogancia, por la estulticia. La comparación del indigenismo con el comunismo por parte de una política que ejerce una alta magistratura es una prueba de ello y no hace sino seguir la huella trazada por el líder. México y España tienen hoy sobrados problemas graves que afrontar y el peor camino para ello es el del enfrentamiento sobre imaginarios obsoletos.

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