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En el nombre del maestro
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En el nombre del maestro

Actualizado 12/09/2021
Ana Pedrero

Te hubiese encantado, maestro, ver la extraordinaria dimensión de Alejandro en la tarde de hoy

Te hubiese encantado, maestro. Te hubiese encantado ver la extraordinaria dimensión de Alejandro en la tarde de hoy.

Te hubiese encantado acompañar sus pasos en la tierra hasta La Glorieta acartelado con dos figurones: un Morante estratosférico, de otra dimensión, y un Juli que no necesita justificaciones pero poco pudo hacer con un lote que se apagó en su muleta poderosa como un fósforo de efímero destello. Andar su lado como andábais, casi desde la cuna, vuestra sábana primera, La Fuente de San Esteban, el pueblo más torero y taurino de Salamanca, que es también tu abrazo eterno a la tierra, a la encina; que es la mortaja, el lugar del reposo eterno desde que el puto cáncer, un tabacazo fulminante, te llevase. Tan pronto, tan deprisa.

Te hubiese gustado ver cómo Salamanca lo recibía con una ovación, cómo la plaza se ha puesto patas arriba con ese toreo caro, de muchos kilates, que tú reconociste tan pronto, que ayudaste a forjar en sus compases primeros, cuando era poco menos que un sueño; ese toreo cuyos esbozos ayudaste a dibujar, guiando su mano, atemperando su corazón, enseñándole a andar en el ruedo y por la vida, que es la escuela más difícil, convirtiéndolo a aquel muchacho en torero y en hombre. Ahora, dentro de nada, será padre, si la vida siempre se abre paso.

Te hubiese gustado ver el regreso de los berrendos de Paco Galache, los de tu alternativa, a La Glorieta, todos con calidad y humillación, algunos de dulce, por voluntad de un Morante en estado de gracia serenísima. Morante -ay, mi Morante!-, un torero de época que llegaba en coche de época; un torero de oro viejo vestido de oro viejo; un torero sin tiempo que hoy ha toreado al mismo tiempo.

Morante, que ha dado un recital de cante grande con el capote, arrebatado y arrebatador, y ha vuelto locos de remate a los tendidos con un tercer par asomándose al balcón, y después una media de cartel, y después otro recital de inspiración con la muleta mientras cantaban desde la grada nuestras 'salamencas'. Y luego

ayudados por alto, y luego una trinchera y luego un pase del desdén, tan torero, tan precioso. Y luego sus series hondas, lentas, eternas, sublimes con la derecha y al natural de uno en uno con un toro de dulce embestida, que ya casi nos robaban el aliento.

Te hubiese gustado ver a ese Morante tan en genio, inalcanzable, inspirado, guardarle las espaldas a Alejandro en el ruedo como tú se las guardabas en la vida: capote en mano en el burladero de los picadores, atento a cada detalle de la lidia; su mirada, su gesto, casi empujando con el alma para que entrase la espada del salmantino en el sexto.

El sexto. Ese torazo de preciosa, impresionante lámina, que acudió con fijeza, alegría, ritmo y humillación al capote y a la muleta del discípulo que siempre te guardará en la memoria y en el corazón, que se vació aquel día de julio en que te fuiste. Por eso en el brindis de su primero, mientras la plaza rugía, se le escapó la vista desde la tierra hasta el cielo, desde los medios al infinito, y dijo tu nombre sin palabras. Quienes lo sabemos, lo escuchamos, lo sentimos.

Te hubiese gustado, sobre todo, ver la dimensión extraordinaria, inmensa, de su toreo con el que cerraba plaza. Su naturalidad y su aplomo, la sabiduría con los tiempos y distancias, el derroche de clase, la cabeza funcionando, el corazón bombeando, las preciosas formas y maneras; las plantas asentadas, la conjunción perfecta, armoniosa, cadenciosa, solemne, del hombre con la bestia; la reunión de toro y torero en apenas una moneda, como una sola cosa, abrochándose el mundo en la cintura. La seriedad, la emoción, la magia, el altísimo tono que mantuvo de principio a fin, tan seguro y aplomado, tan cuajado, haciendo verdad todas las promesas que apuntaba hace tiempo.

Te hubiese encantado escuchar caer rendidos los cerrojos de la puerta grande de La Glorieta; verlo alzarse sobre la tierra, acariciar ese cielo que habitas, que hoy vestía en el crepúsculo malva y oro, como el vestido de Alejandro. Malva y último sol, malva atardecer de septiembre; malva antes de la primera estrella, que ya siempre ilumina su camino.

Te hubiese gustado cumplir a su lado el sueño, rubricar en el abrazo final el pacto, la fe de vida; su luminoso, rotundo, inmenso toreo, así en la tierra como en tu nombre, maestro Juan José.