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Nuestro pequeño mundo
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Nuestro pequeño mundo

Actualizado 14/08/2021
Ángel González Quesada

¡Al final lo lograsteis! ¡Habéis destruido todo! ¡Yo os maldigo, soberbios hombres inconscientes y egoístas!". R. Serling y M. Wilson, guión de la película El planeta de los simios, de F.J. Schaffner, 1967.

Los grandes incendios que ahora mismo calcinan países y zonas en todo el mundo, las pavorosas inundaciones que ahogan ciudades en estos mismos días, la mayor parte de las migraciones masivas que vemos diariamente en televisión, los cayucos llenos de desesperados, los barcos de refugiados hambrientos, los asaltos a las vallas de enloquecidos por huir de la miseria, las enfermedades, la sed y la imparable fuerza de la desesperación y el hambre que empuja hoy todas nuestras murallas, las hambrunas de ahora, las terroríficas sequías de ahora, los aumentos brutales de temperatura de ahora, los grandes temporales repentinos de ahora, la falta de agua de ahora, el encarecimiento y la progresiva escasez de alimentos de ahora y otras muchas tragedias que afectan a toda la Humanidad, no son sino la constatación de que el proceso de destrucción de los recursos naturales es antiguo, se inició hace décadas y ha sido constatado, comprobado y advertido por la ciencia desde hace muchos años, y que está alcanzando ahora algunas cotas también imprevisibles que más pronto que tarde harán realidad las peores predicciones.

Se hace público estos días el informe del panel de expertos auspiciado por la ONU, que informa de irreversibles alteraciones climáticas y ambientales en la Tierra, causadas por la acción humana, y anuncia un escalofriante panorama que está provocando ya al género humano grandes sufrimientos por escasez en los medios de vida, carencias de todo tipo, enfermedades y los consecuentes grandes desplazamientos migratorios nunca antes conocidos que generarán enfrentamientos, guerras e insoportable tiempo de dolor y sufrimiento.

Los grandes periódicos y cabeceras informativas apuntan a la acción de los gobiernos como causantes de la actual situación, tanto por ser incumplidores de sus propios compromisos ambientales como por el tembloroso apocamiento de sus acciones para frenar el creciente cambio climático. Al tiempo, arrastrada por los titulares y el más barato sensacionalismo, la ciudadanía vuelve los ojos contra las grandes industrias contaminantes, emisoras de CO2 y contaminantes del medio natural, culpándolas del inmenso desastre ya irreversible que está costando al mundo el altísimo precio que supone la progresiva eliminación de la diversidad biológica, la quiebra de los equilibrios ambientales y la asfixia del medio natural.

Pero poco nos miramos en el espejo los ciudadanos de a pie. Militantes de un ecologismo de párvulos, consistente en lavar nuestra conciencia con la superficial separación de residuos domésticos, la limpieza dominguera del monte de al lado y alguna leve cautela en nuestros exagerados consumos de agua o de electricidad, apenas reconocemos nuestra gran responsabilidad, complicidad, anuencia y culpabilidad, como individuos y como sociedades, en la tragedia que supone el cambio climático. Porque es nuestro bulímico modo de vida (la de los países paradójicamente autodenominados desarrollados), la causa directa de la existencia de esas grandes industrias contaminantes, y son nuestra feroz resistencia al más leve cambio en lo cotidiano y nuestra negativa absoluta ante cualquier mínima renuncia en costumbres, bienestar o, incluso, absurdos rituales del ocio, lo que en gran medida provoca, propicia, mantiene y, al final, como si fuese una justiciera bofetada que sin duda merecemos, acabará ahorcándonos con la soga de nuestra propia indiferencia.

Quizá los informes científicos que a lo largo de los años han venido publicándose y advirtiéndonos del cataclismo climático, hayan ignorado que el género humano es por definición egoísta y homicida, y hayan pecado de inconcreción en las previsiones y de excesiva generalización en los avisos, lo que ha posibilitado que la amenaza de desastres climáticos concretos nos pareciese distante y pudiésemos mentirnos un presente a salvo de los peores vaticinios. Ese error nuestro ha contribuido a nuestra desatención y ha abonado nuestra indiferencia, nuestra caída en la molicie y la inacción, nuestra adoración del olvido y el ciego transcurrir, aceleradores todos, causantes todos, responsables todos del cambio climático.

Porque si los estudios científicos, contrastados y comprobados, dicen que en el año 2050 la temperatura puede haber subido 3 ó 4 grados, tendemos a pensar que eso será cosa del futuro, y que nos quedan treinta años de "normalidad", lo que es absolutamente falso; si, como afirma el citado panel de la ONU, "al final de siglo el planeta tendrá 4,4 grados más", la distancia temporal nos induce a pensar, o a querer pensar, que quedan casi ochenta años para que esa amenaza se concrete, y tendemos a olvidar que ese infierno ya ha empezado; si escuchamos los avisos de que se producirán en las próximas décadas grandes migraciones climáticas, que desaparecerán ciudades y pueblos costeros o que los grandes mares de hielo han comenzado a derretirse y que en cuarenta años subirá el nivel del mar diez centímetros, queremos imaginar que semejantes cataclismos se producirán en un futuro inconcreto o en latitudes ajenas, en lugar de ser conscientes de que están sucediendo ya, delante de nosotros. Fruto de la inconsciencia o de la cobardía, del egoísmo o de la pura negación irracional, ni vemos ni queremos ver que los grandes cataclismos anunciados -as guerras por el agua, por los alimentos, por el territorio, contra las nuevas enfermedades (una en concreto nos está diezmando ahora como género humano) y por cierto modo de vida-, se están produciendo hoy mismo, delante de nosotros y con fuerza inusitada, y creer, o querer creer, que esos cambios que anuncian los informes científicos se producirán súbita y repentinamente un día "dentro de cuarenta años", "al final del siglo" o "en las próximas décadas", tiene tanto de engreída ignorancia como de alocada huida.

El consumo de agua, el gasto en energía, los combustibles, los viajes en cualquier medio, las compras de bienes de consumo, la incontrolada farmacopea, la bulimia en la compra de ropa, calzado, alimentos, la estructura y mantenimiento de los bienes públicos en ciudades y pueblos, la iluminación, la calefacción y la refrigeración, la fabricación y consumo de elementos electrónicos, la gestión de las basuras, los residuos de todo tipo, las formas de ocio y la fabricación de bienes no imprescindibles, han de ser revisados. Corregidos, repensados, reducidos. Si es que queremos hacer algo, como personas, para proteger nuestra casa. Así acabaremos con nuestra indiferencia y con la mayor parte de las industrias contaminantes. Igualitariamente, solidariamente, humanamente. Todo, coordinadamente y con el compromiso de todos y cada uno de nosotros. Ese es el modo de contribuir a salvar un planeta al que hemos escupido cada vez que nos ofrecía un bocado, y al que hemos exigido muy por encima tanto de sus posibilidades como, sobre todo, de las nuestras. No se trata de establecer diferencias (otra vez) entre países, regiones, zonas o personas pobres o ricas, porque la estúpida cantinela "yo me lo puedo pagar", además de estar destinada a desaparecer en la escasez, está en la base y causa de las grandes migraciones actuales y, también, de los muros, las concertinas, las vallas y las fronteras que en la lucha que ya no puede esperar, tienen que desaparecer. El derecho a sentirse parte del mundo requiere cuidar ese mismo mundo. Nuestro mundo. Nuestro pequeño mundo.

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