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Actualizado 23/07/2021
Mercedes Sánchez

Mi padre, hombre de bien, me enseñó, aproximadamente, la mitad del mundo, y la otra mitad, cifra arriba cifra abajo, me la enseñó una mujer de bien, mi madre. Pero ambas mitades no eran disjuntas, porque compartían espacios comunes. Espacios con la misma raíz, las mismas ramas, exactas bondades de cada una de sus mitades de mundo que al poner en común y comulgar tanto amor, se fueron fusionando. A veces, las cosas, no son tan sencillas como dos más dos. O yo no sé explicarlas tan bien.

El caso es que recuerdo algunos momentos y aprendizajes con los instantes y la voz de quien me los enseñó.

Mi padre un día me contó, siendo yo una niña, que hace mucho, muchísimo tiempo, había un pueblo que se peleaba con otro y, para que dejaran de batallar, decidieron hacer unos juegos en los que cada participante demostraba su valía y todo lo que había aprendido preparándose en esa disciplina. Y que, para que todo el mundo viera lo importante que era parar la guerra, encendían una antorcha, y tenían que colaborar entre todos haciendo un recorrido, por turnos, para que la llama de la paz llegara intacta a su lugar y dar inicio así a aquellas competiciones.

Así me lo explicó, o así recuerdo que lo entendí. Mi padre, hombre culto, hombre de paz, persona familiar y cariñosa, quería legarme, en aquella historia, muchos de los valores que para él cobraban tanto sentido y que tanto significado han tenido siempre para mí.

Y hay algo que también aprendí de él: Nunca te compares con los demás. Sé siempre tú, elige tu camino, e intenta mejorar en todo aquello que te propongas, procurando dar el máximo de ti.

Son innumerables las cosas que transmitimos a otras generaciones, a veces a propósito, otras muchas sin darnos cuenta, igual que las bebimos de nuestros núcleos familiares en cada una de las conversaciones, situaciones, o experiencias que vivimos.

El tradicional lema olímpico, reza en latín Citius, altius, fortius. El más rápido, el más alto, el más fuerte, sería su traducción.

No podemos hacer casi nada para ser más altos (tomar mucha leche, nos decían de pequeños, para crecer. Y nos afanábamos en la tarea).

Algunas veces tampoco se trata de correr, de darse prisa, de precipitarse, de ser más rápido. Pero la vida me va enseñando, cada día más, la importancia de ser fuerte. Y no me refiero ahora mismo a lo que los campeones tienen que hacer a diario durante horas y horas a lo largo de años y años de sus vidas para mejorar cada uno de sus músculos, implicados en realizar esas tareas tan concretas y tan específicas que luego suponen un placer para nuestros sentidos cuando les vemos disputando las distintas pruebas, de forma que parecen estar fabricados de nacimiento justo para hacer ese cometido y, además, de forma tan absolutamente bella.

Quiero centrar la atención en todas aquellas dificultades que la vida les va poniendo en ese viaje, impedimentos, falta de financiación, imposibilidad para compatibilizar sus vidas familiares y privadas con la dureza de los entrenamientos y las fechas de las competiciones, falta de tiempo suficiente para formarse e incluso para tener una profesión, lesiones que se presentan en malos momentos, recuperaciones a base de gran dureza, renuncia a relaciones sociales habituales, agendas apretadas, y todo un largo etcétera que hace que verlos, simplemente, desfilar, nos invite a imaginar el largo y arduo recorrido que han tenido que superar para poder dar cada paso en esas ceremonias de inauguración que les ayudan a pisar la tierra que soñaron.

La fortaleza de sus mentes para realizar tan abruptos senderos es digna de admiración. Su pasión empleada en mejorar para intentar dar el máximo de sí mismos es encomiable.

El barón Pierre de Coubertin, que rescató los antiguos juegos olímpicos comenzados en Grecia, para retomarlos en la era moderna, tenía una máxima: Lo más importante en los Juegos Olímpicos no es ganar, sino participar, igual que la cosa más importante en la vida no es el triunfo sino la lucha. Lo esencial, decía, no es haber vencido, sino haber luchado bien.

Miro a la precoz luna, casi llena, que anuncia emocionada, con su blanco de paz, la inauguración de los Juegos de Tokio. Y escucho dentro de mí una voz familiar: Nunca te compares con los demás. Sé siempre tú, elige tu camino, e intenta mejorar en todo aquello que te propongas, procurando dar el máximo de ti.

Dedicado a Álvaro, por su admirable fortaleza; a todos los deportistas, por su tesón; y a las personas que me leen, por su fidelidad, celebrando 170 artículos.

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