Cada vez que llega el verano y nos lame la piel con su lengua húmeda, pegajosa, disfruto de ver pasar las adelfas.
Ocupan la mediana de las autovías superponiéndose unas a otras con sus preciosos y variados colores, blanco, rosa chicle, fucsia, rojo pasión, que destacan entre la frescura de sus ramas verdes.
En algunas zonas de la piel de toro, se asoman por tonalidades y casi se echan encima del cristal del coche a nuestro paso, intentando cada planta ser la protagonista de toda nuestra atención. Incluso, en ocasiones, nos damos cuenta de que han saltado al otro lado de la carretera para llevarse en exclusiva nuestras miradas.
Me gusta lo exuberantes que están al principio del estío. Su belleza es realzada por esa temperatura que comienza a ser cálida y hace resaltar su esplendor hasta que el calor aprieta tanto que, a veces, en algunas regiones, las quema.
Las adelfas siempre me recuerdan a la bellisima Italia. Cuando yo la conocí, hace? tantos siglos, en España sólo había carreteras nacionales, llenas de parches y baches, tristes, grises, sólo alegradas cuando se veían salpicadas por puestos con precarios tenderetes de sandías y melones y un primitivo cartel de tosca madera con torpes letras anunciando el producto, y por supuesto, con el subtítulo A cala. De vez en cuando se pasaba por pintorescos pueblos cuyos campanarios de anunciaban desde kilómetros antes. Y había que estar esperando a que cruzaran, sin existir aún pasos de cebra o semáforos, los lugareños, para realizar las obligadas visitas diarias a sus familiares. Los viajes se hacían eternos, especialmente porque la mayoría de los automóviles no disponían de aire acondicionado, ni de lunetas tintadas, ni de cualquier otro accesorio que impidiera sufrir aquellas infernales temperaturas.
Acostumbrados a aquel contexto, Italia impactaba. Sus autopistas eran espectaculares, completamente llenas de adelfas, pasaban por altísimos puentes que unían distintas laderas de montañas, y parecían una exhalación en medio de la gravedad, ofreciendo, en aquel entonces, vistas nunca antes disfrutadas. Sus túneles también eran impactantes, largos vientres abiertos en el seno de los montes, bocas que te engullían para devolverte, unos kilómetros más allá, a la intensa y bella luz italiana.
Las adelfas son un inmenso regalo, compañía que se asoma a nuestros tórridos veranos, alegran nuestras maletas llenas de ilusión por descubrir un nuevo lugar, distintos recorridos, o volver a aquel espacio tan amado en el que fuimos felices. Son preciosos sitios de paso que nos anuncian idas o regresos, tornando a veces su colorido por el blanco de la jara o el amarillo de la genista, que nos van acercando, despacio e irremediablemente, con renovadas energías, a la emoción contenida de la vida cotidiana.
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