Escribiré en voz baja, en el silencio de mi escritorio. Los volúmenes gruesos han quedado a un lado. Su lectura, ahora, se ha desvanecido en el olvido de la noche. No me encuentro en un tiempo lejano de esos de las estampas de los libros en las estanterías. No escucho herraduras de caballos en las calles, ni los barcos llevan cartas de amor a una persona sentada a su ventana cuando el sol se pone en la distancia. Mi mundo, en cambio, se apoya en el presente. Cuando tus ojos se posan en mis letras, yo no dejo de percibir ese murmullo invisible reflejado, tal vez, en una flor sacudida por el viento. Cuando el trino de los pájaros cae de los postes de luz, yo puedo imaginar tu pensamiento fijo en una imagen esquiva. Desde ese lugar de este siglo, mis palabras manan de un torrente sediento de algo sin nombre aún. Las escucho en sus aguas obedientes a su cauce inseguro. Pulen con sus cuerpos húmedos el paso de no sé dónde a no sé dónde. En esa esencia simple como una gota, llevan a cuestas un algo no sé si tuyo o si mío. Suenan. Es esa la garantía de su existencia en mi cuaderno callado. Escribiré desconociendo la razón de mi escritura. La leeré en mi recuerdo y mi olvido antes de volcarla en esta hoja de papel sin una o un destinatario. Contemplaré la noche caprichosa a mi ventana, herida por todas nuestras luces perdidas en su enigma. Esperaré a la orilla del mar una respuesta, en una botella de vidrio, o en una alerta de mi teléfono, o en una decisión inútil frente al criterio del destino. Cumpliré mi papel en esta escena breve de una obra parecida a la de todas y todos mis hermanos. Aprenderé a confiar en el vacío de donde al parecer proviene mi sustento, y no buscaré más nada afuera de la esfera de mi capricho.
Suzhou, Jiangsu, China, diciembre 2019, fotografía del autor de la columna
Juan Angel Torres Rechy
22 de mayo de 2021
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