Nos ha robado la pandemia la sonrisa abierta y el viaje despreocupado a ver a los amigos, a descubrir el rincón de la ruta secreta del corazón, aquel de camino cultural, de eco perdido de una ruina que se ofrece en medio de la primavera desbordante de mi tierra extremeña, de mi campiña salmantina? Y no sabemos si es el miedo a contagiar a quienes queremos o la fatiga pandémica la causa de esta quietud, de este detenido momento que ya dura más de un año, el miedo cierto no solo de enfermar, sino de contaminar a los que amamos?
Las colas de la vacuna hacen un arabesco de esperanza. Se sostienen de pie por la propia voluntad de mantener el orden, de recibir la bendición en forma de pinchazo bienhechor por parte de un ángel envuelto en los plásticos de la asepsia. Nos hemos convertido en seres a través de una pantalla y sin embargo, mis alumnos juegan, veinte contra veinte, arreándole al balón arrebatado a los protocolos de la pandemia, como si no hubiera un mañana, con la saña de tantos meses de prohibición. Y ellos, feroces, fuertes, felices, parece no enfermar de otra cosa que no sea de aburrimiento mientras hacen cola para que les tomemos la temperatura al entrar, o les pidamos que limpien, fijen y den esplendor a la mesa que ocupan. Al otro lado de la verja, los niños del colegio siguen jugando separados por las cuerdas de tender la esperanza, mientras las maestras, batas pintadas de colores, vigilan que no se mezclen sobre la tierra esos grupos burbujas cuyas risas se elevan hacia un cielo cada vez más terso? el curso parece finalizar en la presencialidad y el alivio, el cansancio y esa tristeza que asoma cuando se amontonan las burocracias de lo inútil, la hojarasca de la norma?
Guardamos la cola reverencial de la farmacia, la serpiente paciente de los churros del barrio en la mañana dominical. Hacemos cola en la puerta del centro de salud, en la oficina que nos cita por teléfono, en el banco que nos aleja con un gesto. La paciencia se ha convertido en nuestro equipaje de mano, en nuestro bolso repleto, en nuestro capazo de paja dispuesto al sol y al vestido largo que no nos ponemos porque de repente hace frío y se anuncian las tormentas como avisos lejanos? estamos cansados y hacemos una pausa en el desaliento. Una pausa de encuentro, y en la terraza llena, esa donde nos quitamos la mordaza para comentar sin recelos la política y el escándalo que a nadie sorprende, se elevan las risas, las preces, las esperanzas, los improperios y hasta las palabras de amor de una pareja ajena a todo lo que no sea el estreno de sus besos.
-¿Nos tomamos algo antes de ir a casa?
La copa tiene un arcoíris de luz y la cerveza, la espuma de los días. Es el rincón de sol frente a un asfalto gastado, agotado, donde picotean, ajenos a todo, los gorriones diminutos. Y aunque haga frío y la intemperie siga siendo nuestra casa de todos, hay un tiempo de descuento. Y recorremos el perímetro del corazón, infinito espacio de una esperanza cierta alimentada de pura voluntad, qué remedio queda.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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