Estuve oyendo cantar a un ruiseñor; ¡qué maravilla! Su cantar sabroso no aprendido. Si alguien sabe decirlo mejor que el Maestro León que lo diga. Yo lo dejo así, tan escueto, tan rico, tan profundo, tan castellano. A él le gustaba escucharlo por las mañanas en la primavera de la Flecha, cuando los primeros rayos del sol entraban por su ventana: Despiértenme las aves? Pero al atardecer, cuando el sol comienza a declinar entre las encinas de mi valle, también es una maravilla. Cruza veloz de una rama a otra rama y se posa para lanzar sus trinos a la brisa de la tarde, para que nos deleitemos los afortunados que podemos escuchar este solo de un ruiseñor en el inmenso concierto de la naturaleza virgen, cundo empiezan a brotar los narcisos y apuntan los cinco pétalos que dentro de poco cubrirán los jarales del monte.
Para seguir glosando a nuestro gran lírico, todo esto para olvidar los cuidados graves a que nos tienen sometidos todos los poderes que nos han arrebatado nuestro libre albedrío y no nos dejan gozar del bien que debo al cielo.
Son esos poderes fácticos, casi siempre invisibles que hoy dominan el mundo. El mirador provinciano hoy quiere fijarse en uno: la palabra. La palabra que es fuente y conducto de todo lo mejor que hay en el hombre: el pensamiento y los sentimientos más humanos, la más alta expresión de su grandeza. Sin embargo, hoy es una palabra desvirtuada, privada de su función, ultrajada por los malvados malabaristas del lenguaje, por los falaces y mentirosos que la manipulan, la ultrajan y la hacen vehículo de la mentira; falsificadores a sueldo, que `reparan los discursos, los eslóganes, las medias verdades, las falacias soterradas y las mentiras flagrantes. Era palabra, no palabra para adormecer a las sociedades y poder así dominarlas, desde todos los medios llamados de comunicación, que se han convertido en el mayor obstáculo para comunicarnos. Y así, una vez que la palabra ha sido vaciada de contenido, convertida en mentira, tenemos esta sociedad decadente, absolutamente relativista, donde los poderes fácticos dominan a su antojo a los individuos de una sociedad desintegrada, donde el mayor mal no es la pandemia, sino la incapacidad de la sociedad para hacerle frente y curar a la humanidad de sus heridas.
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