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La amenaza de la Diócesis hace 100 años
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DIÓCESIS DE CIUDAD RODRIGO

La amenaza de la Diócesis hace 100 años

Actualizado 25/03/2021
José Ignacio Martín Benito

José Ignacio Martín Benito rescata un artículo de 1922 de Mateo Hernández Vegas sobre la amenaza que se cernía entonces sobre la Diócesis

El ilustre historiador de Ciudad Rodrigo, el sacerdote don Mateo Hernández Vegas, publicó en el semanario Miróbriga el 29 de abril de 1922 un artículo en el que exponía "Ciudad Rodrigo, que parece el anima vilis de todas las reformas, vive bajo la amenaza constante de perder su condición de Ciudad Episcopal, como ha perdido otras muchas cosas". Don Mateo reconocía: "pobre, muy pobre es, en recursos materiales nuestra Diócesis... pero, aun así cumple sus fines y tiene la vitalidad y fecundidad de esta clase de instituciones". Y concluía: "es pues, un deber, el principal deber, de todo buen mirobrigense trabajar por la conservación y, si posible fuera, por la restauración completa y absoluta de la Sede Civitatense que tantos días de gloria y prosperidad ha dado y puede dar a Ciudad Rodrigo, y tantas páginas brillantes tiene escritas la historia general de España". Aquí os dejo el artículo de don Mateo.

La Sede civitatense

Mateo Hernández Vegas

Entre las obras e instituciones de carácter religioso-social que Ciudad Rodrigo tiene el deber y la necesidad de conservar a toda costa, ocupa sin duda alguna el primer lugar la Diócesis que lleva su nombre y de la cual es cabeza, no ya solamente porque ella es por sí misma la institución religiosa y social por excelencia, sino también porque es madre fecunda de otras muchas que ella engendra, inspira, informa y protege.

En otros pueblos más afortunados no sería necesario tratar este asunto en los periódicos porque sus diócesis se conservan, viven, se desarrollan y cumplen sus fines sin que nadie las combata, ni amenace su existencia, ni siquiera las discuta.

Pero Ciudad Rodrigo, que parece el anima vilis de todas las reformas, vive bajo la amenaza constante de perder su condición de Ciudad Episcopal, como ha perdido otras muchas cosas, sin más razón que la que alegaba el paralítico del Evangelio. Este es el premio que merece por su heroísmo nunca desmentido, por el sacrificio que hizo siempre de su bienestar, de su hacienda, de su sangre y casi de su existencia, en el altar de la patria.

Al soldado que pierde en la guerra un brazo se le suele recompensar con alguna ayuda de costa que haga menos penosa su vejez; a Ciudad Rodrigo se le recompensa quitándole las muletas en que se apoya para sostener su noble y honrosa decrepitud.

Y lo peor es que ni el pueblo mismo parece darse perfecta cuenta de lo que significa para él la conservación de la Diócesis.

Por lo menos, es un hecho comprobado por la experiencia, que siempre que se habla de supresión (y esto sucede con irritante frecuencia), la actividad y celo de las autoridades y personas significadas contrastan con la indiferencia y pasividad del pueblo en general, como si a él nada le interesara.

Creen algunos, o aparentan creer, que la Diócesis no es otra cosa que el Obispo, y que todo se reduce a tener o no tener un Prelado que viva en el pueblo.

Aunque así fuera, no serían despreciables sus ventajas: la persona del Obispo da carácter al pueblo, contribuye a sostenerle en el rango que ocupa por su historia y tradiciones, le eleva a un nivel superior a todos los de la comarca, le hace centro de atracción de todos ellos, es, en una palabra, aparte de otras consideraciones más altas, el principal ornamento de los pueblos, más todavía de ellos que, como el nuestro, carecen de otros elementos oficiales de movimiento y vida.

No insistimos, sin embargo, en esto porque no queremos hablar de las personas, sino de las instituciones. Y bajo este punto de vista, la Diócesis no es un hombre, es un organismo que, por su origen, por su fin, por las leyes que lo informan, por su radio de acción de los siglos, es el modelo y ejemplar de todas las instituciones religioso-sociales.

Es además la base y funcionamiento, mejor diríamos, el alma y la vida de todas las demás. El Palacio Episcopal (porque en algo material hemos de encarnar la Diócesis) es la cátedra de la verdad, la fuente de la vida espiritual, el foco de luz y de calor, el tronco que manda la savia hasta las últimas ramas del árbol social, el primer motor de donde irradia todo movimiento, toda fuerza, toda energía, toda la actividad en el orden moral y religioso. Y esto no de una manera transitoria e intermitente, sino imprimiendo en todo su propio sello, es decir, prestándole algo de la unidad, de la estabilidad, de la autoridad y de la universidad que caracterizan a la Iglesia y que tanto se echan de menos en las obras puramente humanas.

Pobre, muy pobre es, en recursos materiales nuestra Diócesis, pues se halla mediatizada por parte del mismo estado, que a manos llenas recibía de ella cuando era capaz de administrar por sí misma sus bienes; pero, aun así, cumple sus fines y tiene la vitalidad y fecundidad de esta clase de instituciones.

El mirobrigense ilustre que hace un tercio de siglo consiguió su restauración, aunque parcial, prestó a su pueblo el mayor servicio que podía prestársele, y le hizo un beneficio que nunca se le agradecerá bastante.

Es, pues, un deber, el principal deber, de todo buen mirobrigense trabajar por la conservación y, si posible fuera, por la restauración completa y absoluta de la Sede civitatense que tantos días de gloria y prosperidad ha dado y puede dar a Ciudad Rodrigo, y tantas páginas brillantes tiene escritas la historia general de España.

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