Hay exámenes que no leo, intuyo. Y letras que no descifro, sino que imagino. La de mi reumatólogo es tan indescifrable como los síntomas de mi artritis reumatoide, signos caprichosos que me consuelan del dolor crónico con una buena dosis de antiinflamatorios.
Leo exámenes con paciencia de paleógrafa, y bajo las escaleras cojeando como si aún estuviera explicando a Lord Byron. La incipiente primavera me ha traído un dolor tan atroz que n consuela la farmacopea, y mientras pienso en dónde habrá quedado el bastón de mi abuela, enfrento la mirada de los otros acostumbrados a las lesiones deportivas, a las roturas de fibras y a las muletas de la clase de educación física.
-¿Te pasa algo?
Arrastro no la mala letra, sino el dolor como una tasa cotidiana, mi ocasional penitencia. Ahora sé cómo se siente mi padre con las articulaciones protestonas porque cada mañana es un recuento de huesos que duelen, de bisagras que se aceitan con el movimiento, con el acto tan cotidiano de bajarse de la cama. La edad es esto, sentir que te duele aquello en lo que jamás reparabas, y todo el mecanismo de mi cadera, de mi pierna, de mi rodilla, de mi tobillo y hasta el último huesecillo de mi pie, claman un protagonismo atroz por las mañanas cuando ponerme los calcetines es una odisea muy poco épica. La vejez, decía mi querida Elena Poniatowska, refiriéndose a su exquisita madre, es un ejercicio de heroísmo.
Pienso en la caligrafía del paso, en el cuidado del escalón, en la plana bien hecha, sin tachones, sin borrones, el mapa bien trazado, los apuntes limpios, el cuaderno impoluto. La lista cuidadosa, la escalera que se sube despacio, agarrándose al pasamanos, agradeciendo la pared que te sujeta. Es el antídoto de la prisa, la lentitud de quien teme caerse, de quien afronta con cada movimiento el dolor que no cesa. Y mientras los chicos se arremolinan, bullen en torno a mi lentitud con su prisa desprecoupada, siento un pinchazo feroz que me atraviesa desde el tacón de la bota hasta el pelo. Estoy empalada por un dolor que me sorprende a pesar de que ya somos viejos amigos. Comulgamos con la pastilla que le adormece, pero la dosis empieza a no ser suficiente y cada movimiento tiene el cuidado con el que antes tratábamos de escribir la plana de los días. Esos que ahora son un puro borrón y cuenta vieja, el de aquellos que nos arrojan a la mesa el fruto de su falta de cuidado.
-Despacito y buena letra.
Aquella caligrafía redonda de colegio de monjas, de plana diaria de palotes párvulos. Aquel cuidado. Ahora nos torcemos sin planilla, sin guía, sin atadura. Y mientras leo exámenes pienso en el cuaderno de Delibes, tan minucioso como un manuscrito medieval. Tan delicado como el paso que das cuidando que no te pueda el dolor con cada movimiento. Las crisis vienen y van y mientras arrastro sus consecuencias pienso los trazos exquisitos del calígrafo que dibuja los días. Despacito y buena letra. Paso a paso, y el dolor, procesión nuestra, da una bienhechora tregua.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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