Algunas personas me dicen que soy muy observadora. Creo que no es mérito mío sino, probablemente, cualidad entrenada de forma natural desde pequeña. Tuve una gran maestra.
Mi madre, cada vez que salíamos a la calle, con su actitud, me enseñaba a fijarme y valorar cada una de las cosas que encontrábamos. A su lado, ningún paseo, ningún recorrido, por muy apresurado que fuera en alguna ocasión, podía pasar desapercibido.
A veces, un simple regreso del colegio a casa se convertía en un viaje apasionante. Porque siempre encontrábamos algo distinto. Aunque pareciera rutinario, nada estaba programado, pues dirigíamos nuestra mirada al cielo y veíamos pájaros, pasábamos por un escaparate y había nuevos artículos, mirábamos a la acera por la que transcurríamos y hallábamos, con ojos como platos, líneas, cuadros, adoquines, asfalto, unos trazos de tiza, unas tímidas hojas que se asomaban entre una fachada y el suelo. Una rama, un sonido, un vuelo. Una risa de lejos, una tos, un silbido. El crujir de las hojas bajo nuestros pies en otoño. Todo era un regalo; todo, algo para vivir y disfrutar; todo, un universo nuevo.
Recuerdo los parques en los que he jugado, todos ellos cercanos, que solíamos frecuentar según los días. Primero, al llegar, lavarse bien las manos, quitarse los tiznones al chorro de la fuente, después el bocadillo, sentados en el banco (benditas pautas) hasta acabarlo, porque nada se podía desperdiciar y había mucha hambre en el mundo (casi tanta como ahora). Servilleta verde con puntilla, alguna miga en la cara, de nuevo a lavar las manos al terminar, quitarse los berretes, y con un buen trago de agua corriendo a jugar, a recorrer alegremente los senderos de aquel jardín frondoso en el que cualquier grueso tronco podía escondernos de quien nos buscaba, largas carreras y subidas a un banco para que no te dieran, o a un bordillo, a las altas raíces de un gran árbol asomadas para ver la luz, o a una enorme piedra, que te salvaban socorridamente de quedártela.
En ocasiones, una pausa general, mejillas encendidas, volando a la fuente a reponer el agua perdida hecha sudor. Aquellas plantas agradecían esas gotas, como rocío, que recorrían nuestras faciones y se frenaban en nuestras barbillas para salir, sin poder retenerse, despedidas, y chocar en el suelo, esparciéndose en gotitas diminutas.
A veces había que quedarse inmóvil, cuerpo hierático, porque el escondite era inglés y se giraban de forma imprevista para impedirte avanzar. Pobre de quien se mueva. Y, así, entrenábamos mil cosas diferentes, preparación para la vida.
Acelerar la carrera o detenerse, mirar minuciosamente a cualquier pequeña cosa que te diera una pista, a cualquier pequeño cambio en un rostro, a todo aquello que pudiera ocultarnos, a aquel lugar que nunca antes se le hubiera ocurrido a nadie, oteando con ojos creativos.
Desarrollar la solidaridad y la empatía, dejando juguetes a otros, compartiendo lo que había, cargando parte del peso sobre nuestro hombro rodeado por el brazo de quien, al hacerse daño, iba cojeando? Visitar al amigo al día siguiente, y llevarle un tebeo, para que el reposo fuera más llevadero.
Respetar las normas de los juegos, que regulaban nuestras conductas e imponían justicia, impidiendo que los listos se salieran con la suya. Tierna justicia infantil.
La atención sostenida era fácil de engrosar, ese ávido interés natural de la infancia, multiplicado por los paseos con una madre observadora, agradecida a la vida, interesada en nosotros, sin descanso dedicada, generosa, amorosa, complaciente. Observar para aprender a valorar que lo más bello de la vida tiene que ver con multitud de detalles pequeños.
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